La utilidad
de las imágenes
El sello de Night Shyamalan
consiste en su particular y atractiva forma de mostrar la delgada línea entre
el mundo físico y ese otro que está más allá.
Nacido en Pondicherry,
India, pero vecino de Filadelfia, Estados Unidos, se educó en un colegio
cristiano, aunque técnicamente es hindú.
El gran público supo de
Shyamalan a través de ‘El Sexto Sentido’, espléndida cinta que cautivó por su
narrativa y por su sostenida atmósfera de misterio, en la que un niño afronta
su facultad de contactar con el mundo de los muertos.
Luego vino ‘El Protegido’,
particular acercamiento al mundo del cómic, cuyo protagonista (único
superviviente de un impresionante accidente de tren) no sólo debe encarar la
crisis que lo distancia de la mujer que ama, sino aceptar su excepcional
condición como anónimo superhéroe.
En 2002 le llegó el turno a
‘Señales’, en la que, al igual que en las anteriores, el autor se encarga de
escribir la historia, producirla y dirigirla; por si fuese poca implicación,
también interpreta pequeños papeles en sus filmes.
Señales. El título ofrece dos interpretaciones; la primera haría
referencia a los pictogramas que aparecen en las cosechas de medio mundo
durante primavera y verano, a los que se conoce en inglés como crop circles. La segunda es más
intimista y hace referencia a las señales espirituales, aquellas que se
manifiestan en el mundo material, pero cuyo origen está en realidades más
sutiles.
Night Shyamalan y el valor de los héroes anónimos
Como hiciera en los dos
filmes que lo preceden, en Señales,
Night Shyamalan nos acerca a Filadelfia, a unas millas de la ciudad, en medio
de las interminables cosechas de maíz, allá donde hay una casa de estilo
victoriano perdida en una granja.
No lo sabemos cuando lo
vemos, pero en aquel -aparentemente tranquilo- hogar construido de madera,
reina el miedo. La casa, pintada en tonos rojos, blancos y azules
(representando a Estados Unidos, pues esos tres colores son los de su
insignia), pertenece a los Hess, cuyo cabeza de familia está interpretado por
Mel Gibson.
Todo parece normal e
imperturbable; junto al porche hay un columpio y una casita infantil, ambos
vacíos, nadie juega ya en ellos…
Definida por el propio
director como una metáfora, una
conversación entre el rol de Mel Gibson y Dios, Señales es un sugerente
drama existencial disfrazado de suspense. Subyace
una libre perspectiva metafísica más allá del celuloide, para quienes deseen ir
por encima del común entretenimiento ante la pantalla grande.
Nada sobra en una película
de este realizador. Nada es superfluo; ésta parece ser la máxima que el autor
desea transmitirnos en cada una de sus laboriosas creaciones, concebidas como
elementos que pueden ser diseccionados en niveles de profundidad.
Nada más comenzar la
narración, lo primero que nos llama la atención es el hueco dejado por un
crucifijo en la pared de la casa; su ausencia dejó una marca aparentemente
indeleble. También vemos una foto de la familia. Es la habitación de Gibson, o
lo que es lo mismo, el reverendo Graham Hess, quien se levanta de la cama,
sobresaltado, una mañana temprano, tras escuchar los gritos de Bo, su hija de
unos seis años.
Al grito de auxilio también
se ha levantado el tío de la niña, Merrill, a quien vemos salir del granero, su
temporal alojamiento mientras dura la estancia en casa de su hermano.
Es entonces cuando vemos a
Graham y Merrill entrar en los campos de maíz, que es de donde provenían los
gritos de la pequeña, que está acompañada por su hermano mayor, Morgan. Los dos
niños han descubierto los círculos hechos en medio de la cosecha, tras escuchar
el ladrido de los perros. Estos mamíferos ejercen (como vimos en el caso de
Totó) como mensajeros entre los dos mundos, el material y el espiritual.
Bo, habituada a tener sueños
premonitorios, es un icono perfecto de la naturaleza intuitiva, hasta el punto
de confundir la realidad con el mundo onírico. Así, cuando los dos adultos la
encuentran a la sombra del maizal, ella dirá: ¿también vosotros estáis en mi sueño?
Su hermano Morgan está
perplejo frente a uno de los circulares espacios hechos por no se sabe quién.
Los tallos de maíz no están rotos, sino perfectamente doblados. Él cree que los
círculos los hizo Dios. Para su mente no hay otra explicación. Está –como
todos- desconcertado.
Gibson pone rostro a un
personaje descreído que ha renegado del sacerdocio que ejercía; en breve
sabremos la razón de su abandono… Lo primero que piensa cuando observa los
círculos en su maizal es que se trata de la obra de los gamberros de turno. Lo
que para Graham (Gibson) no es sino un acto vandálico, para su hijo de doce
años, demasiado maduro para su edad, sólo puede ser entendido como un fenómeno
paranormal, sin duda, obra del Dios al que su progenitor ha dado la espalda, o
quizás por ese acto de rebeldía, producto del demonio al que Graham ya no se
resiste…
Aquí concluye el primer
episodio de elementos extraños creados por el enfrentamiento de Graham contra
su propia esencia espiritual. Por un lado, su conciencia lo empuja a asimilar
el dolor traumático que lo llevó a romper los lazos espirituales; por otro, el
miedo y la agresividad –a los que no pone límites- han comenzado a tomar forma
física, en el diseño aparecido en el sembrado.
Al margen de la evidente
identificación de Graham con una iglesia de la que ha sido pastor, su condición
de sacerdote conlleva, en el lenguaje arquetípico, una íntima compenetración
con el cosmos espiritual. En ese sentido, las experiencias vitales que habrá de
vivir en el transcurso de la trama, se enfocan en la renovación de todas las
ideas que sobre ese cosmos espiritual tenía.
Llega la noche y Bo
despierta a su padre. Está completamente serena cuando le dice que fuera de la
casa, sobre el tejado, hay un monstruo. Acto seguido, con la misma
tranquilidad, le pide un vaso de agua. Como digo, ella no conoce las fronteras
entre la realidad y el –aparentemente irreal- mundo de los sueños. El monstruo
que ha interrumpido el descanso de la niña no es sino una alegoría de los
temores y recelos que siente el exreverendo, que han comenzado a
materializarse, a tomar forma, desde la aparición de los círculos en el cultivo
de maíz. Sin embargo, para Graham es mucho menos relevante y complicado creer
que dichos círculos son obra de humanos a los que culpar.
Igualmente, prefiere no
creer en el aviso de Bo, portavoz de aquello que se está cociendo en la psique
de su padre, y que está tomando forma en la materia, ahora en el monstruo del
techado. Toda explicación que se aleje de lo racional es, para él, producto de
fantasías infantiles.
Sin embargo, a Graham,
mutilado de toda capacidad intuitiva y comprensiva, le preocupa que su hija
pida agua teniendo un vaso en su mesilla de noche.
Conviene saber que la
pequeña cree que el agua que bebe está contaminada, razón por la que pide más y
va dejando la casa sembrada de vasos de agua a medio beber; es irracional, pero
comprensible en alguien que tiene un natural e instintivo aprecio por
consideraciones etéreas que escapan al entendimiento de su padre. Nadie la
sacará de su aparente rareza…
El director nos presenta –a
través de aspectos aparentemente triviales- unos personajes que son como son
por una causa más trascendente de lo que parecería a simple vista.
Así, si Bo es maniática con
el agua de beber, su hermano Morgan es –afortunadamente- asmático. (En efecto.
Su enfermedad será decisiva para que pueda salvarse de una muerte inminente.)
Allí, en medio de la oscura
y tranquila madrugada, la niña pregunta a su padre si habla con su mamá... Al
comienzo de la película vimos el retrato de toda la familia, incluida la madre,
pero ahora sabemos más: se nos desvela que la señora Hess ha muerto seis meses
atrás, en un trágico accidente. Graham le responde que suele hablar a mamá,
pero que ésta nunca le responde. Y es que el lenguaje metafísico es emocional,
incluso simbólico, pero no verbal. Se precisa una adaptación para la que el
viudo no está dispuesto. (De hecho, habrá ocasión de ver que, en efecto, la
señora Hess sí que le ha hablado a su esposo -desde el umbral de la muerte-
entre ambos mundos. Sin embargo, Graham no supo interpretar aquellas palabras.)
La charla nocturna agobia al
personaje de Gibson, desde el comienzo, desolado, indefenso de sí mismo, vacío
de consuelo e incapaz de confortar a la pequeña. En lo que va de metraje no lo
hemos visto acariciar o abrazar a sus hijos. En definitiva, el personaje está
lejos de fluir, pues sólo fluye quien permanece estrechamente unido a su
fuente, a su origen.
Demasiada incomprensión existe
en el renegado sacerdote como para sentirse enlazado a su ente más elevado, en
este caso, lógicamente representado por la figura de Dios Padre. De tal modo
que es entonces, en medio de aquella conversación, cuando Graham advierte la
silueta misteriosa de un ser con apariencia humana sobre el tejado. Adviértase
la relación directa entre su estado emocional y la aparición de ese intruso,
ahí afuera. La niña, heraldo del mundo energético, psíquico, que gesta las
creaciones materiales, llevaba razón.
Graham es un rol creíble, el
del hombre atormentado al que se le pide (como le ocurriera al protagonista de El Protegido) que sea un héroe cuando
menos capacidad tiene para ello. Este señor Hess, pastor episcopaliano
respetado por su comunidad, algo puritano (ni siquiera dice tacos y no ve la
televisión), habría enfrentado cualquier crisis medio año atrás, pero no tras
la muerte de Colleen, su esposa. (He ahí una de las más entretenidas preguntas
que inspira la película: ¿Los extraños fenómenos que se están produciendo
habrían ocurrido si no hubiese muerto la señora Hess?)
Alarmado por la aparición de
alguien sobre el techado, Graham despierta a su hermano Merrill, y juntos salen
a asustar a quienes ellos creen que están merodeando su casa: los típicos
gamberros locales. No obstante, la búsqueda resulta infructuosa, y con ella
acaba el segundo episodio de fenómenos extraños que la psique de Graham ha
creado en el mundo físico.
Los niños
La mañana en que aparecieron
los círculos en el maizal, los pequeños Bo y Morgan están con Houdini -su
pastor alemán- fuera de la casa, pero el perro está extrañamente agresivo y
trata de atacar a la pequeña, a lo que su hermano reacciona matando al animal.
Este episodio se produce simultáneamente a la inspección que Graham está
haciendo, acompañado de la policía local, de los círculos aparecidos.
Caroline, que así se llama
la agente de policía, le recuerda al padre de familia su condición de
sacerdote, y éste la corrige.
Esa negación de Graham, símbolo del rechazo que
siente hacia su propia espiritualidad, está generando la rebeldía en Houdini,
puesto que el perro representa la protección y conciencia que Graham debiera
ejercitar hacia sus hijos, de ahí su insólita agresividad. Consecuencia de todo
ello, el niño se siente frío hacia su padre y rechaza sus disculpas.
En un lenguaje no verbal,
Morgan reprocha a su progenitor el no haber cumplido con su responsabilidad de
adulto protector. Graham está enfrentado con su fuente creadora, luego Morgan
refleja ese mismo enfrentamiento hacia quien lo ha creado.
Durante el ataque del perro,
la niña se ha refugiado en su casita de madera, decorada con símbolos celestes,
tales como estrellas y medias lunas que, obviamente, representan el cosmos
espiritual en el que ella se envuelve y siente protegida.
En este breve pero
fundamental episodio vemos que Morgan está llenando el vacío paterno que
Graham, dado su temporal autismo emocional, ha dejado.
El niño es quien ve por
televisión, junto a su familia, la proliferación de círculos por campos de todo
el mundo, y quien se atreve a decir que los autores son alienígenas, y que
aquellos eventos serán un capítulo decisivo en la historia de la humanidad.
Morgan posee una mente
abierta, inusual para una comunidad campesina donde la máxima local es la desconfianza.
Su mente mezcla sin conflicto razón y espiritualidad, sabiendo ver con cierta
lucidez aquello que está aconteciendo. Su personalidad de joven intelectual se
muestra claramente cuando vemos que se encamina a la librería, en compañía de
su hermana, con el único afán de comprar un libro sobre extraterrestres.
Al igual que en El Sexto Sentido y El Protegido, los niños son poseedores de la visión que trasciende
lo aparente. Lo elemental, aunque no sea racional, está mostrándose en los
hermanos, como custodios de la lucidez frente a las distorsiones de su padre.
Si el niño es un canal de la tierra, del sentido común, su hermana lo es del
cielo, siendo ambos puentes constantes y equilibrados entre los dos mundos
complementarios.
La calidad espiritual de la niña la confirma un comentario de su padre, al
recordar que cuando ella nació lo hizo sin llorar (tal vez porque nunca dejó
atrás su mundo), y que las damas que la vieron en aquel instante dijeron que era como un ángel.
Es gracias al interfono de
Bo, que su hermano escuchará la inteligible conversación de los alienígenas.
Desde entonces, el escepticismo tendrá los minutos contados en Graham y
Merrill; los indicios comienzan a dar consistencia a la tesis esgrimida por el
pequeño Morgan. Una tesis que Graham comenzará a valorar cuando –aterrado-
observe una figura sobrehumana, en medio de la noche, entre los tallos del
maizal. La televisión añadirá la última palabra: los ejércitos de Méjico y
Estados Unidos confirman que naves extraterrestres se posicionan en los cielos…
Tío Merrill
Este personaje es parte
activa del ser interior de Graham y sus dos criaturas; es el ‘okupa’ en la
atormentada mente del Padre Hess, expectante para concienciar, para encauzar
una situación que parece perdida en la tragedia. Se podría decir que Merrill es
una especie de Pepito Grillo que
trata de religar la psique de su hermano mayor al cosmos espiritual. Sin
embargo, no está capacitado para evitar el traumático recorrido que Graham
tiene que vivir. Quizás por ello, para representar las distancias que su
hermano establece en su mente, el chico duerme en el granero y no en la casa
familiar.
Merrill es un joven que se
sale de la norma. Sabemos que es un buen deportista y que, aunque tiene la
calidad suficiente para ello, no está en la Liga Nacional de Béisbol,
porque batea sin controlar su fuerza. Sin embargo, gracias a su potencia
vencerá al invasor, pero únicamente cuando Graham renazca de sus cenizas y
ponga en acción su propia conciencia, de la que Merrill es su tótem.
En apariencia, el muchacho
no pasa de ser el típico pueblerino frustrado, fracasado en casi todos los
campos de su vida, sin fuerzas para aspirar a grandes ambiciones. Caroline, la
afable policía local de preciosos ojos azules y serena sonrisa, le reconoce el
valor de su estancia en aquel hogar:
-Nunca te lo he dicho, pero
venirte aquí con tu hermano después de… fue algo muy bonito.
-No creo que sea una gran
ayuda –responde él. Caroline mira a Morgan y añade con seguridad catedrática:
-Sí que lo eres.
Ya comenzamos a comprender
que Merrill es algo más que un simple perdedor, a veces sarcástico. Mientras
Caroline le está hablando, en la pared vemos un rústico cuadro que dice,
llanamente, templanza. Sí, se trata
de una de las aportaciones de Merrill a su familia.
La frialdad de Graham hacia
sus hijos, combinada con el consuelo que éstos sienten en Merrill, da lugar a
un conflicto…
-No dejarás que nos pase
nada, ¿verdad? –pregunta Morgan a su tío.
-Ni hablar –responde él. Su
sobrino suspira aliviado.
-¡Ojalá fueras mi padre!
–añade el niño.
-¿Qué has dicho? No vuelvas
a decir algo así. Nunca –concluye inflexible, equilibrando las percepciones de
Morgan y no cayendo en el error de dar por bueno tal halago.
El drama de Graham Hess
Mientras Merrill está
constantemente frente al televisor, viendo cómo en diferentes partes del mundo
se está produciendo la llegada de naves extraterrestres, los niños leen el
libro sobre ovnis que han comprado en la librería del pueblo, a donde llegó por
casualidad.
En el libro hay una
ilustración de una casa similar a la de los Hess, y una nave alienígena dispara
sus rayos contra ella. Como resultado, en el jardín de la ilustración se
aprecian varias figuras de humanos muertos: un adulto (que representaría a
Graham) y dos niños (sus hijos); Merrill, la conciencia, el Totó de este
cuento, no aparece.
Cuando Graham ve el dibujo
de la nave lanzando rayos contra la casa, y se percata de la similitud con su
hogar, suena el teléfono. ¿Quién ha de ser? Sólo puede ser una persona: Ray
Reddy, el hombre que causó la muerte de la esposa del predicador. El nombre Ray significa ‘rayo’, por lo que se
entiende el simbolismo de los rayos que destruyen el hogar de los Hess…
Es entonces cuando vemos un
primer plano del traje azul de Colleen en un maniquí, queriéndonos decir que la
mamá está presente. El color del vestido nos informa de la conexión con el
mundo espiritual.
Seis meses atrás, mientras
Colleen paseaba por los alrededores, Ray Reddy conducía su vehículo y -producto
del cansancio- se durmió al volante, atropellando a la señora Hess.
Desde una perspectiva
simbólica, la muerte de Colleen es una extrema forma de representar el ciclo de
la destrucción que antecede a una nueva creación. Obviamente, el Graham más
terrenal habría preferido ser galardonado por un Dios Padre al que cree haber
servido, no perdiendo a su mujer en un estúpido accidente. Pero el universo
espiritual de Graham -criatura evolucionaria- le ha exigido mucho más que eso.
Lo ha empujado hasta el mismo abismo en que no tendrá ocasión sino de afrontar
la realidad: aprender a aceptar los ritmos y ciclos de la vida es mucho más
importante (y duro) que tratar de evadirlos. Se trata de un proceso de tejer y
destejer, avivar con agua y exponer al fuego regenerador que todo lo
transformar y enaltece. Tratar de luchar denodadamente contra esa corriente
cíclica es agotador y frustrante, y sólo hay dos caminos: aceptar y superar, o
rebelarse contra la vida misma.
Tras la llamada telefónica,
Graham va a casa de Ray y charlan por primera vez en seis meses…
Ray Reddy, el hombre que
carga con el peso de ser quien acabó con la vida de la mujer de un predicador,
su predicador, se siente culpable y así se lo hace saber a Graham: siento haberte hecho cuestionar tu fe.
El viudo, contenido, no muestra ira alguna.
La conversación es parte del
proceso que el señor Hess tiene que afrontar para alcanzar la paz. Un proceso
que se niega a aceptar a toda costa.
Será en esa casa, como no
podía ser de otro modo, donde el personaje de Gibson compruebe, sin ningún
género de dudas, que unos alienígenas están invadiendo el mundo. En la despensa
hay uno, al que Graham tendrá ocasión de volver a ver más adelante…
De regreso a su hogar,
afectado por la realidad de lo que ha vivido, nuestro protagonista se rinde
ante la evidencia: la invasión es inminente. Las luces ovni se multiplican por
cientos de ciudades. Son hostiles y están en fase de preataque.
Un Graham circunspecto
escucha el boletín de noticias: Cientos
de miles de personas han ido a templos, sinagogas e iglesias. Que Dios nos
asista a todos. Se escucha el repique de campanas y tenemos un primer plano
del rostro de Gibson. ¿Se habría producido la invasión de no haber perdido la
fe el Padre Hess? Desde el ámbito metafísico la respuesta es clara: No.
La invasión es una
manifiesta consecuencia de su crisis espiritual, eso sí, amplificada,
trasladada a un escenario mundial, para recordarnos la implicación de lo local
en lo global.
Ahora que la invasión es un
hecho, Graham tendrá que enfrentarla interior y exteriormente. Se verá forzado
–ante la negación a poner orden en su alma atormentada- a llenar con medios
puramente físicos el vacío que dejó su perdida confianza en el universo
espiritual. Pero, ¿cómo hacerlo? El presentador de las noticias dijo que Dios nos asista a todos, pero él se
siente excluido. ¿No hay cielo que lo asista? No.
Pues aunque lo hay en su
creencia, la naturaleza del mismo está en entredicho; el amor hacia un ser
supremo se ha transformado en rabia, en odio: Dios mató cruelmente a su mujer,
la esposa de un siervo de la iglesia, un ministro del Reino…
La rabia que lo envolvió
seis meses atrás ha ofuscado su mente, y se llevó su confianza en el potencial
inherente en la unidad con su conciencia. Ahora se verá, cada vez más, forzado
a combatir sus monstruos invasores: ira, rabia, odio, incomprensión, rebeldía.
Tras el boletín de noticias,
Graham cierra las ventanas de la casa; cree que así podrá afrontar lo que se le
viene encima, con sólo clavar unos maderos en ventanas y puertas. Sin embargo,
la casa es un símil de su propio cuerpo y, por extensión, del de sus hijos,
cuyos cuerpos construyó él (recordemos que Merrill vive junto a la casa
familiar, en el granero). No bastará con protección física si no hay remedio,
fortaleza y defensa interior.
Las temporales deficiencias
espirituales de Graham quedan patentes cuando charla con su hermano:
-Habrá quien piense que es
el fin del mundo –dice Merrill.
-Es cierto.
-¿Crees que podría serlo?
-Sí –responde, indiferente.
-¿Cómo puedes decir eso?
–insiste perplejo ante las respuestas de su hermano.
-¿No es la respuesta que
esperabas?
-¿No podrías fingir ser como
eras, y darme un poco de consuelo? -Merrill parece estar realmente
desconcertado.
-Hay dos tipos de personas
en el mundo. Al ocurrir algo afortunado, el primer grupo cree que es algo más,
algo más que suerte, más que una casualidad; creen que es una señal, la prueba
de que hay alguien ahí arriba velando por ellos. El segundo grupo lo ve como
pura suerte, un feliz giro del destino. Ahora mismo, el segundo grupo mira esas
luces con mucho recelo; para ellos la situación está mitad y mitad; podría ser
malo, podría ser bueno. Pero en el fondo sienten que, pase lo que pase, están
solos, y eso los aterra. Sí, hay gente así. Pero luego hay cantidad de gente
del primer grupo que cuando ven esas luces, están viendo un milagro. En el
fondo sienten que, pase lo que pase, habrá alguien ahí arriba para ayudarlos, y
eso los llena de esperanzas. Tienes que preguntarte qué clase de persona eres.
¿Eres de los que ve señales? ¿De los que ve milagros? -primer plano de Merrill-
¿O crees que la suerte de la gente es aleatoria? O piénsalo así: ¿Es posible
que no existan las coincidencias?
Su hermano lo ha escuchado
con atención y le responderá con un pensamiento convincente:
-Una vez estaba en una
fiesta. Estaba en el sofá con Ronda McKinney; ahí estaba, guapísima, mirándome.
Me acerqué para besarla y me di cuenta de que tenía un chicle en la boca. Así
que me giré, me saqué el chicle, lo metí en un vaso de papel que había al lado
del sofá, y me di la vuelta. Ronda McKinney empezó a vomitar por todo el sofá.
En ese mismo segundo supe que era un milagro; podría haber estado besándola
cuando vomitó y me hubiera dejado traumatizado de por vida. Quizá no me hubiera
recuperado. Soy de los de los milagros, y esas luces son un milagro.
-Pues ya ves –responde un
escéptico Graham. Los argumentos dados por su hermano no acaban por hacer mella
en su atribulado pensamiento, y así se lo hace saber. Esta respuesta deja
contrariado a Merrill, ya que advierte -contundentemente- que Graham está
completamente abatido. Es entonces cuando éste expone las razones definitivas
de su escepticismo:
-Nunca te he contado las
últimas palabras de Colleen antes de morir. Me dijo: Ve. Los ojos se le humedecieron y luego dijo: Batea fuerte. ¿Sabes por qué lo dijo? -Merrill niega con la
cabeza-. Porque las neuronas de su cerebro bullían mientras moría, y le llegó
un recuerdo, al azar, de uno de tus partidos. No hay nadie -Graham es
categórico- velando por nosotros, Merrill. Estamos muy solos.
La invasión
En el momento en que Graham
ve con sus propios ojos a uno de los alienígenas comienza el sendero de la
lenta claudicación, y parece obligado a adentrarse en el terreno de lo
evidente. Es entonces cuando –tímidamente- cede a afrontar la realidad (la
pérdida de su mujer y el mundo está siendo invadido), pero lo hará como un
simple hombre, un hombre lleno de cólera, no como un creyente, y menos aun como
un enlace entre el cosmos espiritual y la humanidad.
Aquí, el drama no viene
encarnado por pájaros asesinos, ni dinosaurios descontrolados; Graham ha
perdido –de manera traumática- su vínculo con un universo espiritual que
imaginó menos doloroso. Por consiguiente, el terror ha de provenir de ese mismo
cielo (reflejo del oscuro vacío en que ha quedado su alma), cuyas criaturas son
perversas y despiadadas mensajeras de un creador cruel.
Gibson interpreta al héroe
que debe volver a religarse a su propio cielo, a fundirse con su ser, pero de
un modo más maduro. Sabe que debe regresar a su identidad, a su fuente
original, si quiere que los invasores del espacio retornen al cosmos y no
entren pronto a su casa, a por su familia.
Y debe hacerlo derrocando de
su mente al caos en que vive su alma. Debe anular de su mente el concepto
‘casualidad’ (recordemos la charla que mantiene al respecto con su hermano),
para devolverle la autoridad a la causalidad, al sentido cósmico y
ordenado de la Vida. El Padre
Hess debe volver a creer en la existencia de un tejido vital que da calmante
explicación a todos los eventos de la existencia, desde el doloroso nacer al
inevitable partir.
Ahora, ante la inminencia de
la invasión, se verá obligado a reconciliarse con lo único que puede darle
fuerzas para reaccionar con completa efectividad: su conciencia.
Incluso si no
pudiera evitar la muerte a manos extraterrestres, Graham necesita estar en paz
con su origen espiritual. De ese modo, envolviéndose en el aura del ser, podrá
‘entrar’ (en su acepción figurada) en sinagoga, templo o iglesia, protegiendo
su hogar con el manto de su Dios.
La presión que precede al
ataque alienígena es motivo de gran alarma entre los suyos; si el cabeza de
familia tiene cercenada su conciencia, independizándose de la fuente creadora,
nada podrá proporcionarles una mínima seguridad.
Graham se resiste a aceptar
que la reconexión espiritual sea el camino a seguir, y deja –con frialdad e
indiferencia- a sus hijos y hermano solos frente a la televisión. Él no tiene
confianza ni seguridad, así que no puede proporcionárselas a los demás.
Bo, Morgan y Merrill se han
protegido sus cabezas con papel de aluminio. Graham no sabe interpretar la
simbólica actitud de los suyos. El niño lo explica así: Es para que los alienígenas no nos lean la mente.
Decidido a no ceder en el
pulso que mantiene consigo mismo, el Padre Hess busca eludir el enfrentamiento
con sus fantasmas interiores. Con puertas y ventanas tapiadas, aparece
obstinado, enfurecido, inconmovible, como si de un búnker se tratara, resignado
a la idea de que morirán. Él no acudirá a la morada de su conciencia, y
pregunta a los suyos qué quieren para la ‘última cena’… Decidido a romper con
el sentido espiritual que le confería a una cena en semejantes circunstancias,
Graham elige comer una vulgar hamburguesa con doble de queso. Cuando están
listos para cenar vemos un bote de comida que dice en su etiqueta: Believe (Cree); un mensaje que el cabeza
de familia no está dispuesto a recibir.
Y da comienzo la particular
‘última cena’ del Padre Hess, preámbulo de la pasión a la que se verá
arrastrado por la tiranía de su creador…
-¿Qué os pasa a todos? Comed
–Graham amonesta a los suyos.
-Quizá deberíamos rezar
–responde Morgan.
-No.
-¿Por qué no? –insiste el
niño.
-No vamos a rezar –replica
su padre. Es la afrenta definitiva en este duelo interior-. ¡Comed!
-¡Te odio! –explota Morgan.
El pequeño se ha limitado a expresar lo que Graham siente hacia su Dios.
-Bien –Graham reacciona con
indiferencia a los sentimientos de su hijo.
-Dejaste morir a mamá –añade
el niño. Por fin sale a relucir el reproche del Padre Hess hacia su creador.
-No pienso malgastar ni un
minuto más de mi vida rezando. Ni uno más ¿Entendido? Vamos a disfrutar esta
comida. Nadie puede impedírnoslo. ¡Disfrutadla!
Graham trata de demostrarle
a su espíritu que él tiene el control sobre algo, sobre un instante de su vida,
la cena. De igual modo que Dios lo tiene para otorgar la muerte, él ha decidido
no ofrendar los alimentos a ser supremo alguno, declarándose independiente de
cualquier ascendencia espiritual.
Los niños rompen a llorar
mientras su padre, con sentimientos enfrentados, come y llora, hasta que acaba
por derrumbarse. Conmovedora escena, todo sea dicho.
Morgan se levanta y -en
silencio- abraza a su padre. El niño –que se había erigido en punzante
conciencia- revienta la ira y la frustración de su progenitor, y lo libera. Se
produce el primer abrazo de toda la película, al que se suma la pequeña Bo.
Tío Merrill, icono de la
conciencia no ejercitada de su hermano, no interviene directamente en el
conflicto de la cena, sino que es un mero espectador. Graham lo agarra del
brazo y lo suma al abrazo, con toda la implicación simbólica que ello conlleva.
El personaje de Gibson
comienza a recuperarse, por lo que ya está listo para entrar en una nueva fase
del difícil camino de retorno a su origen… Simultáneamente al abrazo, el
interfono de Bo da señales de vida: la presencia cercana de los alienígenas es
un hecho.
La televisión -que conectaba
la psique del protagonista con el mundo exterior- ha perdido toda señal, lo que
nos indica que la lucha es ya totalmente interior, en casa, en el alma
sufriente de Graham. Y los grillos dejan de cantar en la noche.
Redención
Cada uno de los cuatro
personajes tiene un arma que se oculta en medio de las circunstancias
aparentemente más triviales: Morgan padece asma y debe medicarse; Bo está
convencida de que el agua de beber está contaminada, razón por la que va
dejando vasos a medio beber por toda la casa; Tío Merrill es un fracasado que
no es capaz de controlar su fuerza cuando tiene un bate de béisbol en sus
manos; ¿y Graham?
Graham no tiene arma alguna.
Es el héroe que ha de superar la prueba. La fe que ha perdido sostenía a toda
su familia, así que debe recuperarla. En momentos de crisis emocional -como es
el caso- nuestras fuerzas mentales pueden flaquear, nuestra confianza en que la
vida tiene un sentido, decae, y sobrevienen los temores y la rabia.
El Padre Hess tiene a sus
enemigos a las puertas mismas de su psique. Ha escuchado, a través de la voz de
Morgan, lo que rondaba en su mente durante seis meses: estamos indefensos. Y
ahora tendrá que buscar fuerzas en lo más profundo de su ser, al menos, para
tratar de confortar a sus hijos ante la tragedia inminente…
Graham cuenta a Bo lo que la
hará sentir mejor, lo que la une a la mamá, a la Grande Espíritu : el momento
de su nacimiento. ¿Qué otro instante de mayor complicidad y unidad entre una
criatura y su creadora? Sabe que, aunque sea lo último que haga, debe conducir
a los niños hacia el vientre materno. Así que a ambos los lleva a su origen, al
momento en que partieron del cosmos espiritual para vivir en un cuerpo: el
alumbramiento. Por primera vez, sonríe y toma en brazos a su hija. También por
vez primera escuchamos a Morgan llamar papá
a Graham.
Los Hess huyen a esconderse
en el sótano, que representa el núcleo psíquico del protagonista, donde residen
las emociones que debe enfrentar.
El sótano de la casa nos habla de una mayor
introspección, del meollo del asunto, de la raíz del problema, allá donde están
los temores más ocultos y profundos. Van a entrar los invasores y Graham agarra
con fuerza el pomo de la puerta. Tenemos un primer plano de su rostro. No estoy preparado, dice.
Accidentalmente, Merrill
rompe una bombilla y todo queda a oscuras, con sólo una linterna. Graham
comienza a actuar con resolución y lucidez. Su determinación evita que los
invasores entren, pero Morgan sufre un grave ataque de asma.
Tenemos al niño en manos de
su padre. Ha llegado la hora de que el protagonista deje aflorar sus
sentimientos:
-No tengas miedo, Morgan, lo
detendremos juntos -esto es lo que el espíritu le dice al personaje de Gibson-.
Siente mi pecho. ¿Notas como sube y baja? Respira como yo. Sigue conmigo
-petición que la conciencia le hace tras la pérdida de su esposa-. Sé que
duele, sé fuerte. Se te pasará… -tras un silencio se dirige, por primera vez, a
Dios-. No me vuelvas a hacer esto. Otra vez no. Te odio, ¡te odio!
Finalmente, el padre ha
expresado lo que su hijo había hecho suyo en su corazón. Por eso le dice a
Morgan que sienta su pecho, mientras coloca una mano sobre el corazón del niño.
Graham sigue hablando a su
hijo: El miedo lo alimenta. No tengas
miedo de lo que pasa. Cree que se te pasará, créelo y espera. No tengas miedo,
el aire está llegando. Cree. No hay nada que temer, está a punto de pasar. Aquí
llega, no tengas miedo. Aquí llega el aire. No tengas miedo, Morgan. Respira
conmigo, juntos. Somos uno. Somos uno.
De este modo, volviendo a
ejercer como protector de una criatura suya, Graham se vuelve a enlazar con su
creador y recupera su condición original. La crisis de asma pasa cuando el
trauma emocional ha sido afrontado.
El desenlace
A través de un aparato de
radio, Merrill escucha que los extraterrestres segregan un gas venenoso.
También descubre que estos se están marchando, pues los humanos han descubierto
un modo de vencerlos. Definitivamente, Merrill es la voz de la conciencia, que
se edifica a través del arte de saber escuchar.
Ahora que el conflicto
emocional del Padre Hess ha sido resuelto en su mente, sólo queda que esa
reparación tome forma física en la victoria material sobre los invasores.
Decididos a buscar medicinas
para Morgan, abandonan el sótano y se dirigen al salón, donde se esconde uno de
los alienígenas, que cogerá al niño y tratará de envenenarlo con el gas letal
que fluye de sus manos. Por fin, Graham frente a su enemigo, precisamente el
mismo alien que vio en casa de Ray Reddy.
Estamos en el epicentro de
la trama, y Shyamalan coloca ahí el flashback más oportuno, la ocasión en que
Colleen, agonizante, pronuncia las palabras claves que debían preservarse para
semejante momento: Estaba escrito. Dile a
Graham que vea. Dile ‘ve’, y dile a Merrill que batee fuerte.
El Padre Hess se ha
renovado. Nada sobra. Nada falta. Lo importante es saber atenuar el dolor
implícito en las experiencias duras.
Y Graham ‘ve’
-interiormente- que el asma de su hijo es una defensa ante el mortífero gas de
su captor. Y ‘ve’ que el agua que su hija ha repartido por toda la casa es un
arma letal contra el enemigo. Y, finalmente, ‘ve’ la razón por la que su
hermano Merrill, el fracasado deportista, ha estado viviendo con la familia
durante todos aquellos meses: debe coger el bate y golpear con sus sobrehumanas
fuerzas. Merrill (nombre que significa mar
centelleante) es la contundente conciencia, el agua vivificadora…
Tío Merrill batea y derrama
agua –el agua de Bo- sobre el invasor, que muere abrasado. Todo ha terminado.
Graham llora y sus lágrimas también son vivificadoras…
Pasa el tiempo, llega una
nueva estación, el invierno lo cubre todo, y el Padre Hess se está preparando
para ir a la iglesia; ha retomado su ministerio. Tras un largo período de
silencio y dolor se vuelven a escuchar risas infantiles por la casa.
Es fácil imaginar que tras
este sorprendente episodio, Merrill retoma su vida, lejos de la granja de su
hermano. Su duro trabajo allí ha prosperado; él creció al comprender que su
aparente revés en el terreno deportivo le estaba reservando para asuntos más
importantes.
La ceguera espiritual
acrecienta el dolor y crea caos mental. El ejercicio de la conciencia atempera
y suaviza los bruscos efectos de las inclemencias propias de ciertas
experiencias trascendentales.
A mi juicio, en esta fábula
se contienen las claves de cómo nuestras construcciones psíquicas dan forma a
las edificaciones físicas que acaban repercutiendo en nuestras relaciones
interpersonales.
Integrar en el ámbito del
examen y la reflexión los traumáticos flujos emocionales ocasionados por las
más tormentosas experiencias vitales, es un peldaño más de la escalera que
conduce a una mejor comprensión de nosotros mismos. Colleen se lo recuerda a
Graham cuando le pide que vea; nuestra congénita pero silenciada feminidad nos
sugiere exactamente lo mismo.
Ese es el cometido de este
relato de curación del alma, de asunción del pasado y regeneración. Una
narración de fantasía que, aunque se dilata a planos mundiales para mostrar los
efectos del individuo sobre el conjunto, se concreta en la granja de la familia
Hess.
Por cierto, Hess salvó a su hijo dándole aliento, ejerciendo como dios. Véase en la tradición egipcia:
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