El Patito Feo
El Patito Feo es un cuento de hadas escrito por Hans Christian
Andersen, publicado por primera vez en 1843, muy útil como instrumento para
mostrar a los niños que los elementos diferenciadores, que -en principio-
dificultan la aceptación y la integración en el entorno, deben ser apreciados y
defendidos.
Profundizando en la figura
alegórica, diré que El Patito Feo
pone el acento en la problemática surgida en la excesiva observación de la
apariencia, mediante la cual se discrimina y excluye a quienes no participan de
los estándares (no sólo físicos) comúnmente aceptados.
Andersen nos cuenta… En los campos circundantes de una vieja y
aristocrática mansión, había un foso rodeado de agreste vegetación. Allí mismo
vivía una pata que estaba a la espera de que eclosionaran los huevos que, hacía
tiempo, empollaba.
Y así ocurrió, naciendo sus hijos. Todos los patitos se
reunieron con su mamá, pero uno de ellos aún no había roto la cáscara que le
separaba del mundo, por lo que la pata siguió dándole su calor.
Entretanto, una vieja pata se le acercó y, viendo el huevo que
todavía quedaba en el nido, le advirtió que la criatura que estaba por nacer no
era un patito sino un pavo. Añadió que los pavos eran un problema, pues no eran
semejantes a los patos en su comportamiento.
Finalmente, el huevo se resquebrajó y salió de él un patito
mucho más grande que sus hermanos. No obstante, el amor de madre no le faltó, y
se reunió con los demás patitos, que seguían a mamá.
Más tarde, visitando los alrededores, otros patos, gallinas y
pavos de corral, trataron con desprecio a aquel desproporcionado y feo patito
que no se parecía en nada a los demás. Incluso sus hermanos se burlaban de él.
Y hasta una niña de la casa le dio un puntapié. Fue entonces cuando el patito
feo se acercó al cercado que ningún otro pato había atravesado nunca, y lo
cruzó en busca de paz.
En su huida se encontró con otras aves, pero todas ellas seguían
tratándola con desprecio. Durante mucho tiempo halló grandes y variados
peligros; y se sintió solo y triste. Hasta que, finalmente, descubre el reflejo
de su rostro en el agua. Y advierte que es un precioso cisne. Hasta entonces ha
vivido grandes penalidades, pero sus semejantes –los cisnes- lo acogen
cálidamente, otorgándole la felicidad buscada y merecida.
El riesgo al que se expone
todo patito feo, no es otro que pretender encajar (con todas las limitaciones
que ello supone) en el patrón predominante. El cisne no tiene sino dos
opciones: travestirse para aparentar ser uno más, aceptando la insoportable
levedad del pato; o bien, reconocer su singularidad, manifestarla contra todo
obstáculo, e ir en busca de sus afines. No hay otra.
El drama del patito feo
queda atrás desde el mismo momento en que rompe con la falta de autoestima, y
reconoce el valor de su singular idiosincrasia. Ha reconocido que él, ella, es
un cisne, ensanchando más aún los márgenes mismos de la realidad, que ya había
comenzado a cuestionar en el momento en que se atrevió a ir más allá del
cercado.
Las duras condiciones del
medio ambiente en el que llega al mundo, se convierten en oportunidades de
maduración, precipitando que se despoje del uniforme (la condición de pato feo
acomplejado) que atentaba contra su propia naturaleza de cisne.
Nótese que, en el cuento, el
cisne primero alcanza el conocimiento de su identidad, cuando observa su
reflejo en el agua; y, luego, la compañía de los suyos. En ese orden. Ese es el
camino lógico de quienes nacen en un clima hostil, en el que las condiciones
ambientales no son las más adecuadas para los cisnes, pero, no obstante, sí
propician la identificación de los mismos.
En el sendero emprendido
para atravesar el cercado que conduce a la conciencia, los elementos se
conjuran para que el patito feo obtenga el conocimiento de sí mismo. Todo ello,
mediante la introspección (mirándose en el espejo del agua), complementada con
la observación de un escenario, la granja, que le sirve de marco de referencia
para, al menos, saber dónde no quiere pasar el resto de sus días. Puede que el
cisne ignore hacia dónde desea conducirse, pero lo que sí tiene claro es por
dónde (qué estado mental) no desea volver a pasar. Lo cual, no está nada mal.
Se hace preciso discernir entre substancia y narcótico, y no suele ser fácil.
En la vertiente más evidente
y cotidiana de la realidad, podemos admitir que, yendo más allá de las palabras
y la apariencia, las autoridades de cualquier naturaleza tienen intereses
distintos a los de la gente de la calle. La cúspide de la pirámide no tiene los
mismos intereses que la base de la misma. La cúspide crea lobos; la base,
corderos. A la cúspide llegan, por la naturaleza de la misma, las personas que
carecen de empatía, los psicópatas. Sin contemplaciones ni remordimientos.
El historiador Howard Zinn
nos enseña, en su muy recomendable obra La otra historia de los Estados Unidos (1980), que no debemos aceptar la memoria de
los estados como cosa propia. Lástima, porque lo hemos hecho, con
creces, con la memoria y el presente.
Estructuremos la realidad
mediante un ejercicio de imaginación: esbocemos en nuestra mente la imagen de
dos círculos concéntricos. El círculo interior representa a la Tierra y el
cosmos físico, ambas como manifestaciones de la Realidad Evidente. El segundo y más ámplio de los círculos da forma
(todo lo que es la corona circular) a
la Realidad Oculta, aquello que está
más allá de la materia. Proyectemos que la línea que dibuja el círculo
interior, sirva de cortina divisoria entre el mundo físico y la realidad
oculta. Cortina que no sería otra cosa que la frontera entre dimensiones, a
través de la cual, la realidad oculta accede cuando se nos manifiesta. Sin
embargo, estamos en desventaja, ya que nosotros no podemos atravesar la
cortina.
El psiquiatra e investigador
del fenómeno alienígena, Fernando Jiménez del Oso, lo expresa así:
A veces pienso que “ellos” se mueven en una realidad de varias
dimensiones, y nosotros sólo captamos aquello que afecta a lo tridimensional.
Tal vez nuestra realidad sea como el agua de una piscina, y sólo percibamos de
“ellos” unas piernas que nadan, un cuerpo que bucea, o la nada, cuando se
encuentran tomando el sol fuera del agua. Los ovnis demuestran que hay otra
forma de irse además de la de alejarse. Puede, incluso, que no vengan de parte
alguna y hayan estado siempre aquí, compartiendo el edificio en los pisos de
arriba, como sugiere Salvador Freixedo.
Algunos hombres de ciencia
-caso de Vallée, Mack, o el propio Jiménez del Oso- se han pronunciado durante
décadas sobre el fenómeno. En breve conoceremos a otros dos. Hablan de una
inteligencia que es capaz de romper nuestro espacio-tiempo. Unos entes que
secuestran humanos y abusan de ellos. Una inteligencia, a todas luces,
psicopática.
Y, sin embargo, el fenómeno
no es afrontado abiertamente por las autoridades políticas, militares o
religiosas. No se habla de ello. Provocaría
el pánico, afirman algunas voces. Probablemente.
A las autoridades no les
conviene un profundo cuestionamiento del mito y sus diversos sistemas de
creencias. Es preferible que el creyente siga depositando su preciosa fe en la
divinidad, y el voto en la urna. Ese tú
me das, yo te doy, es el requerimiento burocrático imprescindible para que
la divinidad-estado cumpla –míseramente, por cierto- con sus hijos.
Porque la fe se traduce en
crédito, en confianza; en la presunción de que alguien (autoridades humanas o
sobrehumanas) vela por nosotros. Porque la fe significa dejación de
responsabilidades, permitir que nos tutelen.
Gracias a esa obstrucción
llamada religión, la comprensión del
lenguaje arquetípico, por ejemplo, no llega a darse. Es como disfrutar de las
andanzas de Pinocho después de que alguien se preocupara de que no vieras en él
sino un muñeco de pino. Que sí, con una nariz enorme y unas melodías pegadizas,
y todo lo que tú quieras, pero la historia se queda hueca, sin vida, sin
semejanzas que conduzcan a la reflexión. Sin esencia ni significado, Pinocho no
es sino un prodigio de madera con nulas habilidades para los espectáculos de variedades.
Lo mismo ha acontecido en la
religión. De tal forma que lo único que queda es la imaginería creada por los
adversarios del humano: un Cristo adulterado, coloreado por Disney, milagrero
prodigioso, que marca las distancias para evitar toda posible afinidad.
Procurando que su rica substancia arquetípica, como imagen e icono de la
conciencia individual, no sea percibida. Ese ha sido siempre el objetivo de
Roma, obstruir.
Obstruir: colocar obstáculo. Dentro
del lenguaje coherente que mira los hechos y no atiende a la seducción de las
palabras. En la lengua de los monstruos, psicópatas y demás fauna de nuestro inframundo,
todo está al revés. De modo que, cuando uno de esos engendros, no importa su
apariencia, mencione el verbo instruir, comprendamos lo que
realmente hace en medio de las insanas nieblas de la confusión. De ahí que Roma
se considere a sí misma como una madre de instruye. Instruye, desde luego, de
un modo miserable, como Babel, en cómo no ha de comportarse un buen cristiano.
Instruye a los violadores con sotana, cómo librarse de las manos de la
justicia.
Y luego está la madre del
cordero (en sus dos acepciones), la reverenda Virgen María, la doña del
rosario; la eterna plañidera que vive de un feo asunto inmobiliario (además de
exenciones fiscales) que tiene que ver con millones de personas que le entregan
su preciosa fe a cambio de… Nada. Una bicoca, oiga. Suena a escena de
pensionista al que sus amigos los banqueros le choricean los ahorros. Luego
volveré a hablar de este personaje.
Además, el Cristo
crucificado, repartido aquí y allá, sirve de arma represora, de advertencia a
los potenciales disidentes.
En las tres grandes
religiones (Judaísmo, Cristianismo, Islam), el concepto que tenemos de la
divinidad es el que han suministrado sus portavoces, todos varones. Fácil
adivinar que el carácter de esa deidad coincide con los cimientos que han dado
forma a las viriles estructuras del Sistema
de Control durante milenios.
Ese carácter se percibe a
través de una personalidad conquistadora y embustera; colérica y abusiva;
caprichosa y represiva. Idéntica a la de sus delegados terrestres. ¿Me atreveré
a decir que cumple con el perfil de un psicópata? En efecto. Un psicópata que,
aparentemente, también tiene rasgos amorosos. ¡Cómo no! De lo contrario sería un monstruo absoluto al que sería fácil rechazar.
Frente a ello, el arquetipo
Cristo, que representa a la conciencia individual. El protagonista de un
valioso cuento arquetípico que manifesta una visión diferente sobre lo que una
verdadera divinidad debería ser. Y lo más demoledor: manifiesta un ejemplo
–para sus semejantes- de disidencia y rebeldía frente al Sistema de Control. Si no fuera así, los sacerdotes judíos no se
habrían conjurado, a muerte, contra él. Unos son, siempre, autores
intelectuales; otros sólo ejecutan. Antes Roma, hoy Washington.
Frente a la rigidez del
judaísmo, ese Cristo nos muestra una imagen paterna (que tiene rasgos
femeninos), que nada tiene que ver con aquella otra que promete tierras y
abundante descendencia a los patriarcas.
A este respecto, mencionar
que en las lenguas semíticas en las que se escribieron los evangelios, el
vocablo espíritu es femenino. Y que
cuando los textos cristianos fueron traducidos a griego, la gramática
masculinizó el término en cuestión, dejando en el camino todo su nutriente
femenino. A partir de ahí, la trinidad Padre-Madre
(Espíritu Santa)-Hijos, que daba coherente forma a la equilibrada
unidad arquetípica (Masculino-femenino-hechos),
se perdió. De modo que, ya en el siglo VI, durante el Concilio de Toledo, los jerarcas cristianos estipularon que el
–ahora- varonil Espíritu Santo procede del
Padre y del Hijo. Y se fortaleció la idea de la feminidad como
accesorio masculino, también en lo divino. Si hasta la Virgen María se somete
al macho de su hijo, aquí no hay mujer que quede sin ser tutelada por un varón;
tanto dentro de su familia de origen como en el hogar que forme junto a su
señor.
En el Evangelio de Felipe se le atribuye a Cristo la siguiente frase: Algunos dicen que María fue preñada por la
Espíritu Santa. Se engañan, no saben lo que dicen. ¿Cuándo jamás ha sido preñada mujer por mujer?
Una vez lo femenino es
inoperante, esa corrupción de lo masculino se define a sí misma en términos de
cólera, autoritarismo, e inclinación hacia el uso –exaltado- de un hemisferio
cerebral de índole racional, cuyo femenino contrapeso (en lo emocional e
intuitivo del otro hemisferio) está secuestrado en la parcela religiosa que lo
ha amordazado con prejuicios de supuesto origen divino. Rota la dualidad
complementaria de géneros (y hemisferios), los dioses usurpadores señorean el
cortijo planetario a sus anchas…
El arquetipo femenino de la
Diosa, como lógica contrapartida al Dios Solar (de esvástica, Sol Naciente, hongo nuclear, la deidad
del fuego) habría estado representado -iconográficamente- por la Luna, la que
ejerce el control sobre las aguas de las emociones, cuyo sinónimo más reconocible es, para nuestra cultura, el Espíritu Santo. Como puedes imaginar,
amiga lectora, la Virgen a la que interpretan los alienígenas no se parece, ni
de coña, al arquetipo femenino de la Diosa.
Todos al redil, llaman los pastores de cualquiera confesión. Todos
a participar en ritos públicos dirigidos por un varón que se distingue de sus
semejantes por su llamativa vestimenta; un distintivo burocrático, un pastel
envenenado listo para ser engullido por las capas menos conscientes de nuestra
psique. En los sistemáticos abusos sexuales por parte del clero, tan cercanos a
los abusos sexuales que, como veremos en breve, cometen los aliens, ¿de cuánto
son responsables? ¿Son esos abusos sexuales parte del manual psicopático que
sirve para crear dolor, ambrosía, manjar de dioses? (El perfil del feligrés ya
es, per se, muy particular; adecuado,
diría, para el objetivo de un violador.) ¿Cuánto tiene el sacerdocio (enlace
Cielo-Tierra) violador de expresión filial del usurpador alienígena (enlace
Cielo-Tierra)? ¿Es lo que ocurre dentro de un ovni, un espejo de lo que sucede
en una sacristía? ¿O a la inversa?
El olor a incienso, los
cirios encendidos, el dorado y el plateado, el silencio o los cantos de los
participantes. Todo forma parte del programa. Todos los elementos, bien
combinados, propician un clima singular; estados alterados en las emociones,
que parecen quedarse sin protección, a merced del ambiente. Y se da rienda
suelta a las esperanzas, los temores, las ansias.
Al fin y al cabo, ese es el
propósito de las vistosas ceremonias de todo tipo (desde una misa a los Oscars de Hollywood), reforzar el poder
piramidal mediante el potenciamiento de la emotividad de las masas, entregando
sus riendas a unos pocos representantes del mito. Las masas son femeninas y estúpidas. Sólo la emoción y el odio pueden
mantenerlas bajo control, dijo Hitler.
En consecuencia, gracias a
la teatralidad, el arte sacro, los cantos corales, la emotividad desatada, el
creyente confunde lo que experimenta con la espiritualidad.
Ignora que la espiritualidad
real gira, indefectiblemente, en torno a la conciencia; como ésta lo hace
alrededor de la rectitud y la empatía.
Ignora que las religiones,
intrínsecamente grupales, piramidales, coercitivas, son enemigas de la mujer y
el hombre, poco acostumbrados a leer la letra pequeña de todo compromiso (y la
religión lo es) que no implique a su dinero.
¿No resulta sospechoso que
los supuestos dioses del hombre siempre hayan defendido la institución de
élites? ¿A qué viene ese afán, tan divino, de separarnos en rangos, bendiciendo
siempre a los poderosos en detrimento nuestro? Divide y vencerás. Casa dividida, casa vencida. Mente
fragmentada, mente sin conciencia.
¿Desconocía la deidad de la
Torah, la Biblia y el Corán, que sus respectivos lectores rivalizarían entre
sí, derramando sangre inocente? ¿Estamos ante un ente que extrae algún
beneficio de las desgracias humanas?
Si estamos ante una
verdadera deidad, ¿cuál es la razón por la que no ha elegido a una sola mujer
como su portavoz oficial en los
últimos cuatro mil años, desde que Abraham abandonara Mesopotamia?
En el ámbito cristiano,
cuando el ente alienígena se ha manifestado como la Virgen María, ésta ha
cumplido con el guión, reconociendo su subordinación a los dictados de la
autoridad masculina (Jesucristo). Más aún, ese icono femenino, arquetipo
envenenado, se somete a las masculinas autoridades vaticanas. El mito ha
reforzado los pilares sobre los que ha sustentado su opresor Sistema.
Para el poder es importante
que la espiritualidad continúe marginada por la (usurpadora) religiosidad
grupal; consolidando el racionalismo (la
realidad es racional, comprensible a través de la razón) y el materialismo
(tendencia a dar importancia primordial a
los intereses materiales). En otras palabras, el disco solar calcinando
todo con su desequilibrado poder. Ambas, materialismo y racionalismo, se dan de
bruces con sus propias y congénitas limitaciones. Y el mito continúa blindado.
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