Generalmente, los testigos
del fenómeno ovni reaccionan de dos modos radicales: o bien lo han experimentado
placenteramente, o han sufrido un episodio de verdadero pánico. En ambos casos,
la experiencia produce unos efectos psicológicos que pueden transformar por
completo la vida del testigo.
Lo más preocupante, en mi
opinión, es cuando la experiencia es bien recibida y conduce a una equivocada
interiorización de lo que se ha vivido.
En algunos casos, la visión de un ovni
o de sus ocupantes es el preámbulo de una relación casi familiar entre el
humano y la inteligencia desconocida. Habitualmente, el lazo de contacto
determina una evidente dependencia del receptor (humano) hacia el emisor (alienígena),
produciéndose una creciente subordinación hacia lo que éste último propone.
La cuestión no es nueva, si
tenemos en cuenta que las experiencias religiosas, como hemos visto, se
estructuran psicológicamente igual.
El ser humano actual está
menos dispuesto que sus antepasados a aceptar la figura de un mediador
religioso a la antigua usanza. Cree que el contacto directo con seres supuestamente
cósmicos supera ese formato. Sin embargo, la dependencia del individuo al mito
no pierde vigor. El señuelo es efectivo. Lo único cambiante, como ahora
veremos, es el disfraz de quien se muestra, adaptándose a la mentalidad del
testigo.
Los ovnis que a finales del siglo XIX
(especialmente, la oleada de
1896-1897) surcaron los cielos estadounidenses, eran máquinas majestuosas que
se movían de forma parsimoniosa, a unos quince kilómetros por hora. La
velocidad de estas máquinas, que debían parecerse mucho a las imaginadas por
Julio Verne, nos hace suponer que no temían que los humanos pudiesen seguirles.
Son objetos volantes acordes con aquellos tiempos: miden unos veinte metros,
poseen alas, reproducen el ruido de motores, están rodeados de luces de todos
los colores… En definitiva, se asemejan al concepto que en la época se tenía de
lo que debía ser una aeronave. Si alguno de esos ingenios cruzase hoy el cielo,
no pensaríamos que proviene de otro planeta.
Esa consonancia entre la estética de los
ovnis, y la percepción que los testigos actuales tienen de lo que debe ser un
artefacto espacial (ajustándose la primera a la segunda), nos podría indicar el
interés que los creadores del mito tienen en hacernos creer en el origen
cósmico del fenómeno. Tal vez elijan ese escenario galáctico para evitar que el
ser humano llegue a advertir la verdadera cercanía del fenómeno: nuestro propio
mundo.
Lamentablente, mientras unos crean en el
universo habitado (y sus platillos atornillados, con paneles de radio y ruedas
de recambio), y otros muestren lo absurdo de esa hipótesis, el mito seguirá sin
ser encarado en su aspecto sociológico, real, cercano.
Los testimonios de contacto más directo
describen a criaturas de todos los tamaños y formas, que tienen control sobre
las leyes de la física. Algunas entidades aparecen con garras, ojos grandes sin
pupilas, portando armas que disparan rayos paralizantes. Hay casos en los que
la morfología humanoide viene acompañada por algunas variaciones, como patas
semejantes a las de una cabra o un perro, u hocico y orejas puntiagudas.
Esa morfología versátil y las variadas
formas de las aeronaves -algunas verdaderamente ridículas-, son las evidencias
más palpables de que el asunto ovni tiene demasiadas aristas como para
considerar el origen espacial. Más pareciera que son proyecciones de otra
dimensión, listas para mayerializarse, para actuar sobre las capas menos
lúcidas de nuestra mente.
Jacques Vallée cree que el cometido de la
imagen con la que se muestra el fenómeno, es lograr acceder al inconsciente,
implantándose allí, porque dominar la
imaginación humana es formar el destino colectivo de la humanidad. Conviene
no olvidar esto.
En cualquier caso, durante la segunda
mitad del siglo XX se asienta nuestra concepción actual de lo que debe ser un
cosmonauta, una nave, e incluso un propósito de contacto: colaborar en la
evolución de nuestra humanidad. Nace así la vertiente cósmico-tecnológica del
mito; que nos habla de extraterrestres, más evolucionados que nosotros, que
miran por nuestro progreso. Un cuento hermoso y fácil de vender.
Ese engañoso propósito se repite, como
hemos tenido oportunidad de ver, en el ámbito de las teofanías.
Estos entes se identifican con los
ángeles del pasado; eso sí, con una mayor predisposición a saciar la superficial
curiosidad de sus contactados, que
quedan satisfechos con cualquier relato sobre guerras galácticas, aliñado con grandes
dosis de épica tolkiana.
Esa concordancia entre la imagen del
noble extraterrestre y la del ser angélico, que precisa de nuestra fe ciega
para dar consistencia a su propósito de salvarnos, es el cimiento del mito que
pretende consolidarse en el siglo XXI. Cualquier inteligencia sobrehumana no
necesitaría ser demasiado perspicaz, para darse cuenta que a los terrícolas no
hay nada que les guste más que eludir responsabilidades y colocárselas a otros.
Estamos hablando del mito nuevo, que se construye para cazar a los desencantados del mito viejo; respondiendo a las limitadas
expectativas del hastiado y cansado esclavo, que se conforma con recibir
consoladores mensajes de tranquilo,
pronto nos mostraremos al mundo entero y las cosas van a cambiar…
La estratagema de jugar con la curiosidad
es un viejo truco. Ya en 1846, cuando las apariciones en La Salette , la entidad
mariana les comunicó a sus testigos una serie de mensajes cuyo destinatario
exclusivo era el Santo Padre, Pío IX.
Se trataba de crear expectación, humo, interés, para que el público aumentara.
En 1917, Fátima, el ente jugó
magistralmente -como el mejor Hitchcock- con el suspense: cinco meses estuvo
sin identificarse y sin revelar la razón de su visita. Mientras, el interés
crecía y crecía. El marketing funcionaba a las mil maravillas, y en octubre
-como colofón-, el esperado espectáculo en los cielos asombró a setenta mil
personas.
Nombres como Ashtar Sheran gozan de
enorme fama en los ámbitos del mito ovni o platillista.
El Comandante Sheran, por medio de las
estupideces que comunica de cuando en cuando, es todo un icono del mito que une
-sin recato alguno- la vida en otros planetas, con la religión. En sus
discursos lo mismo te habla de física cuántica que de la Atlántida. O del
inminente primer contacto con él y todos los suyos -nuestros salvadores-, la Federación Galáctica.
Un primer contacto que nunca llega. Aducen
los extraterrestres que la razón de que se postergue el momento en que nos
veamos las narices, es que no estamos maduros para ello. La Inmaculada Concepción ,
perdona que te lo diga, Ashtar, no
suscribe tal opinión, como demuestran sus encuentros con pastores analfabetos y
otras personas piadosas.
En definitiva, el culto a los
extraterrestres no es sino una actualización del viejo mito. Transformarse o morir.
El mito en potencia, gestándose,
controlando la emotividad del testigo, del contactado, haciéndole sentir la
experiencia mística; neutralizando la conciencia con los signos sobrenaturales
(naves que describen movimientos imposibles, que se desmaterializan), con el
temor ante un futuro cada vez más proclive a la destrucción.
Todo ello, lejos de ser fruto de una enferma
mente humana, es el mito en acción, adoctrinando, influyendo sobre nuestras
sociedades desde hace milenios.
Y tras sus mensajes se oculta un único
propósito: Sintonicen sus pensamientos con el nuestro. Ayunen y oren... Sí, es
cierto, sus ancestros nos llamaban ángeles; somos sus ángeles… somos su Señora
del Rosario galáctica…
El psiquiatra, periodista y ufólogo
Fernando Jiménez del Oso (1941-2005) señala en su muy recomendable El Síndrome Ovni (1984), al respecto de
los contactados: Es muy frecuente, por
ejemplo, que el inicio del contacto se establezca en una época en la que el
sujeto está atravesando alguna situación cargada de angustia (…) como si los procesos bioquímicos que
acompañan a la angustia fueran favorecedores del contacto, abriesen esa puerta.
Los astutos vampiros psíquicos saben que
-en la actualidad- no deben pedir que se les construya una capilla, que esas cosas
pertenecen al departamento religioso;
pero no dudan en convocar a sus fieles a multitudinarias sesiones de observación,
siempre en busca del contacto.
Con el mito ovni en pleno desarrollo, las
estructuras de nuestras creencias se mantienen intactas en la psique del
vasallo. La cuestión intocable seguirá siendo la expectativa que el hombre
deposita en poderes externos. Un fulano cósmico, si fuera necesario. Todo sea
por no hacer el esfuerzo de ejercitar la conciencia responsable.
Charles Fort, en su obra antes
citada, recopila numerosos fenómenos que en su tiempo (finales del siglo XIX)
tenían cabida en la prensa: enorme bola de fuego que se elevó del mar en
Canadá, alcanzando los ciento cincuenta metros de altura, realizando maniobras
contra el viento; Asia Menor, avistamiento en alta mar de tres objetos
luminosos que salen del océano a cuarenta metros de los testigos, dejándose ver
durante unos diez minutos; 1893, un objeto luminoso con forma de rueda blanca
es observado por varias personas desde Virginia, Carolina del Norte y Carolina
del Sur, volando de oeste a este durante unos veinte minutos…
Ya entonces, Fort se
preguntaba por qué esos seres no se mostraban abiertamente a nuestro mundo. Y
se respondía con sorna: ¿Estaríamos
dispuestos a establecer relaciones diplomáticas con la gallina que pone para
nosotros, satisfecha de su sentido absoluto de la perfección? Creo que somos
bienes inmobiliarios, accesorios, ganado.
Habrá quien piense que los
avistamientos de ovnis fueron una moda pasajera que acabó décadas atrás. Nada
más lejos de la realidad.
El 7 de noviembre de 2007,
pasada la medianoche, dos policías -el teniente Luis Bracamonte y el
subteniente Osvaldo Orellano- patrullaban en camioneta por una zona rural de
Coronel Dorrego, al suroeste de Buenos Aires, Argentina. Aquella rutinaria
misión se vería alterada cuando Orellano bajó del vehículo para realizar tareas
de reconocimiento. Su compañero permaneció en el interior, cargando el teléfono
móvil, hasta que advirtió la presencia de una luz que se parecía a la de una
camioneta. Aquello no le inquietaba, aún…
Aquella luz estaba a unos
diez metros de los policías, y junto a ella apareció un ser de una estatura no
superior a los ochenta centímetros. Su cabeza es desproporcionadamente grande,
con prominentes ojos grises.
Bracamonte trató de ponerse
en contacto con su compañero mediante el móvil, pero su mano quedó
inmediatamente paralizada. Entretanto, del extraño vehículo salieron otros tres
seres, dos de ellos idénticos al primero y uno con un porte algo más robusto.
El teniente Bracamonte, que tiene más de veinticinco años de experiencia en el
cuerpo de policía, dijo en su descripción que aquellas criaturas se balanceaban
al caminar, yéndose hacia los lados y hacia delante y atrás. Le parecían
robotizados.
El subteniente Orellano
también es testigo de la escena que se está desarrollando, así que grita a su
compañero ¡qué pasa! Aquella voz
debió alertar a los intrusos, que subieron a su nave y despegaron en dirección
al norte, dejando tras de sí un halo de luz blanca y verde, y un intenso olor a
azufre. Todo ello acompañado por un ruido atronador.
La experiencia vivida por
Orellano y Bracamonte (que tuvo durante más de dos horas problemas en la vista,
con un continuo lagrimeo) fue apoyada por otros dos policías de la zona, que
esa misma noche tuvieron una experiencia muy similar.
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