domingo, 1 de mayo de 2016

CONCIENCIA: Carta a Dallas (I)


Siéntete, joven Dallas, bienvenido; tú y todos aquellos que se adentran en esta lectura.
De sobra está el decir que lo que sigue está dedicado a ti, en quien tengo puestas mis esperanzas y a quien agradezco los momentos que me ha permitido disfrutar a su lado.
Y cuando nombro a Dallas lo hago de forma tan sanamente ambiciosa y extensiva, que me refiero a todas aquellas personas a los que no he tenido el gusto de conocer.

Aunque tú, y sólo tú, debes ser el primer obrero de tu constructiva vida, mi objetivo es sumar aportes a tu propia experiencia. Ya sabes que no soy de esos que creen que ofrecer un consejo en un momento determinado es signo de vanidad. Y dado que la vida no es un juego para probar tu audacia -sino una experiencia confusa-, me permito el lujo de poner sobre el tapete mis personales conclusiones. De ese modo, confiando en tu buen criterio y objetividad, tendrás más elementos de juicio a la hora de discernir sobre asuntos esenciales.
Más que nada porque esta vida es única y no permite ensayos previos. Y, fundamentalmente, porque tu generación ha venido a nacer y madurar durante el proceso histórico más determinante de toda la historia de la humanidad. Vosotras y vosotros, con el coraje que define a los valientes, con su buen hacer y empeño, decidiréis el destino del mundo que nazca de los rescoldos y cenizas del decadente sueño en el que yace este comienzo de siglo.
Así que, sin temor a parecer pretencioso, trataré de animarte a despertar del letargo que te impida buscar tu legítimo lugar en el mundo; sueño carcelario, de penitenciaria planetaria, que debe ser interrumpido por el bien de la supervivencia del espíritu humano.
No te describiré vías para el triunfo y el reconocimiento social, sino que te hablaré de la dignidad que vibra en los perdedores, aquellos que el mundo no puede comprar con su plata y sus placeres.
¿De qué modo trataré de estimularte a que abras los ojos y te dirijas a la búsqueda interior de tu hogar en el universo terrestre? Pues de la única manera que sé: mostrándote lo que mis ojos vieron y mis oídos oyeron.
He visto las contradicciones y las debilidades más tremendas; he escuchado las mentiras más hediondas. Olfateé el olor de los excrementos que emanaba del mundo que heredé, y tras la repugnancia me senté a buscar sentido a mi existencia. Búsqueda no apta para ociosos que me está ocupando toda una vida (como debe ser), y de la cual estoy satisfecho; porque caí en multitud de ocasiones y en la misma medida me levanté y seguí aspirando a aprender una vez más.
Qué mejor forma de incitarte a buscar tu verdadero espacio que compartir contigo lo que nadie quiso que mis sentidos advirtiesen. Cuando pregunté, callaron. Cuando me quejé, me tildaron de caprichoso e insolente. Cuando tomé conciencia de que el mundo se había faltado el respeto a sí mismo, comencé a mirarlo a los ojos y empecé a valorarlo en su justa medida, sin apasionamiento, sin mitificación, sin miedo; y entendí que el mundo no es digno de quien hace preguntas.
Fue entonces cuando hallé mi lugar en él: orbitando a su alrededor, perfilando mi perspectiva sobre todo lo que acontecía sobre la superficie, edificando mi patio interior, en el que sentarme a la sombra para crear, y desligando mi destino del sino de los triunfadores: los que se deleitan con el sistema, los que se abstienen de gritar lo inconveniente, los que engordan las tripas de los señores de la granja, inductores del letargo del hombre.
La apariencia, tramposo espejo en el que pululan nuestras imágenes corpóreas, señorea el campo sensorial del ser humano, siempre proclive a caminar tuerto de conciencia mientras no se cuestione una serie de supuestos, que ni siquiera sospecha pueden ser incorrectos. Que el miedo no te estafe, querido Dallas, ni el apego (siempre conservador y tradicionalista cuando se trata de sobrevivir) te condicione a desestimar la sustancia que la intuición desea entregarte. Dicho lo cual, lee, valora y sentencia qué es fábula y qué es verídico para ti. Prudencia lleva las riendas, pero Valor e Inconformismo son sus corceles…
Condúcete, mi buen Dallas, hacia la justicia, la dignidad y la honestidad. A ti, y a todas, por ser motivo de inspiración, gracias por existir.

La mirada interior

Una notable premisa a no olvidar: los ojos interiores no observan exclusivamente la belleza (como ocurre en los cuentos de Disney) sino la realidad que se ocultaba a nuestra percepción, y que suele ser fea y dolorosa; contenido amargo pero nutritivo para el buscador de perspectivas más amplias.
Consideremos, pues, que la mirada interior no es sino un equivalente de la conciencia, esa capacidad esencial que debe ejercitarse día a día, si es que queremos tener una percepción auténtica de nuestro comportamiento y del entorno que nos rodea.
La reflexiva mirada interior que te sugiero es la única opción que conozco para romper con la visión romántica y almibarada que el sistema del mundo desea que tengas. De ese malicioso propósito depende su supervivencia, y de tu independencia y soberanía pende tu desarrollo como ser humano que reniega de la condición de los necios. Y por necios se entiende a los ignorantes, a quienes tienen suficientes tragaderas como para soportar lo que se les induce –sutilmente- desde las privilegiadas elites dominantes.
Creo que el mejor punto de partida es considerar y aceptar que, como seres, una parte inherente de nuestra condición es la creencia en algo superior. Añado que no veo nada engañoso o pernicioso en ello. Las creencias son parte fundamental de la naturaleza humana, como lo son otras condiciones de tipo fisiológicas. Por tanto, como estadio imprescindible de tu propia constitución, su valor a los ojos de las alimañas que dominan la granja es muy preciado. Quien domine la focalización de tus creencias tendrá un control parcial sobre tu personalidad. Porque tu particular cosmogonía, de una forma u otra, como signo de identidad, acaba repercutiendo en tus relaciones personales.
Es, por todo ello, vital que la percepción del mundo en el que vives, que tu personal visión sobre el sentido de la vida, esté ausente de todo lo institucionalizado, de toda confesión.
Porque las confesiones, las creencias organizadas en torno a un vicario (exclusivo portavoz de no sé qué divinidad o verdad revelada) que a su vez delega en otros voceros, en subordinados que se erigen en únicos intérpretes de una creencia seguida por un conjunto, son germinadoras de sumisión, tabúes, fetichismo e ignorancia espiritual. Y todas esas miserias alimentan a los enemigos del espíritu libre.
Los derechos elementales de todo el género humano son sagrados. Si lo crees, practícalo. El cosmos es insondable y sus misterios inabarcables. Formamos parte de él por derecho propio. Siéntelo. Con semejantes proposiciones, entenderás, no hacen falta dioses ni vicarios.
Naciste exento de toda creencia sostenida en héroes mitológicos, perpetuada por individuos cuyo sentido despótico de la vida los lleva a alzar cielos a los que, únicamente, acceden quienes cumplen con el estricto sometimiento moral que ellos juzgan conveniente. Yo te sugiero que –desde la libertad- pienses con el corazón y sientas con la cabeza, y que comprendas que toda religión es divisoria y excluyente por su propia naturaleza congénita, tal y como te iré mostrando en mis argumentos.
Las jerarquías clasistas no son imprescindibles para que la armonía exista. Las religiones, a pesar de lo que te hayan dicho, no son el oxígeno que precisa el ser humano, sino el monóxido de carbono que envenena las relaciones interpersonales y asfixia las legítimas aspiraciones individuales de libertad y evolución.
Porque en verdad, querido Dallas, te digo que el hombre y la mujer han sido educados como las mulas, a las que se estimula a dar pasos en una conveniente dirección con una zanahoria al frente. Esa raíz vegetal es siempre, en el ámbito religioso, una promesa de galardón post mortem, honor que no debiera mover a nadie si ello supone mutilar los derechos elementales de los individuos, como lo es la facultad de estimar, individualmente, qué es moralmente aceptable y qué no lo es.
En los templos donde se reúnen los fieles se prometen cielos, se ofrece adulación a lo que ellos llaman Dios y se aceptan ridículos dogmas. También se hace uso de la coerción para sujetar y condicionar el comportamiento y la voluntad del adepto. Esa represión, espiritualmente inaceptable, crea sujetos dóciles, dependientes y atormentados.
A los que te precedieron en esta aventura que es habitar unos metros cuadrados en el planeta Tierra, los asustaron con la idea de que no comulgar con sus patrañas significaba tener pasaporte directo a un infierno que, huelga decir, no existe.
El cielo y el infierno son invenciones que, aun siendo retratados como estados emocionales y no como espacios físicos, buscan –entre otras cosas- el conformismo del sujeto. Se pretende que el creyente transija con las injusticias que sufre en esta vida, en aras de obtener una futura distinción (cielo / el Mundo Nuevo de los newagers) para su alma inmortal.
Si logras asustar a los seres humanos, espiritualmente poco cultivados, con la condenación eterna, obtendrás una cabaña de seres doblegados. Estas personas se martirizan a sí mismas por medio de la mutilación de toda tendencia natural a definirse, sin ideas preconcebidas (social y religiosamente aceptables), en el plano experimental.
La represión ejercida directamente sobre las dimensiones constituyentes del humano, como son la afectividad y la sexualidad, persiguen la adulteración de su sagrada naturaleza, sometiéndola a formalismos que la vejan y oprimen hasta que acaba convertida en un artificial engendro.

Custodiando la granja

Haciendo uso de un símil, de nuevo relacionado con los equinos, te diré, mi buen Dallas, que la sutil manipulación que se practica sobre nuestro pensamiento se asemeja a esas anteojeras que se colocan sobre la cabeza de un caballo, con el fin de forzarlo a mirar al frente. Las anteojeras humanas están confeccionadas en un material muy primitivo, pero resistente y actual: el miedo.
El miedo a la excepcionalidad, a la discrepancia, a pensar y sentir diferente, es parte estructural del sistema.
Te diré que la noble tarea de debilitar y anular las inquietudes de todo recién llegado a la granja, corre a cargo de secuaces de variado pelaje que, incluso enfrentados entre sí, estiman que las necesidades básicas del hombre deben supeditarse a las artificiales fronteras de los Estados, y no a la inversa. Se inclinan por los ceremoniales protocolos que blindan y envanecen a las especuladoras elites, en perjuicio de la equidad y la justicia. Excusan sus tradiciones amparados en que son herencia de sus ancestros, aunque dichas costumbres, prácticas y ritos, estén sustentados en la incultura, la violencia y el oscurantismo, sólo comprensibles de sociedades poco evolucionadas.
Este rancio anclaje en el pasado, defendido como raíces que otorgan identidad, evidencia el temor y el recelo que el ser humano siente hacia su propio futuro, al que mira con un ojo puesto en el ayer.
El decálogo básico para la inoculación del miedo incluye, antes que ninguna otra cosa, la amputación de toda estructura mental-espiritual que propicie criterios particulares e independientes a los de la doctrina socio-religiosa imperante.
Nada hace más daño al sistema, Dallas, que un sujeto verdaderamente emancipado de tutelas religiosas (incluye aquí, please, el buenismo de la Nueva Era), reaccionarios formalismos y servidumbres mentales. Porque mientras haya dioses celosos (añade aquí a los ‘Hermanos Galácticos’ –y sus mesías- que venden amor incondicional) a los que adorar, habrá infiernos terrenos. Y mientras esa innoble jerarquía sea emulada terrenalmente, a través de hombres que viven como dioses, y hombres a los que se obliga a malvivir como animales, no habrá justicia.
Permíteme recordarte lo que tu corazón intuye: no existen dioses merecedores de adoración alguna. Tu sagaz olfato sabe que ninguna entidad cósmica y creadora cometería el disparate de relacionarse oficialmente con entes en proceso evolutivo -los humanos-, tan toscos y primarios como para errar y considerar que todo lo que procede del cosmos lleva el sello de la divinidad.
Una entidad creadora se define porque rehúye la adulación, espiritualmente regresiva. Una entidad realmente creadora no tiene la necesidad de advertir a sus criaturas que siente celos, condicionándolas a temerla. A mi entender, las divinidades celosas son entes que sufren una patología demasiado humana.
Otra cosa muy distinta es la espiritualidad (verdadero enlace con la fuente creadora) latente en todos los seres humanos, cultivada por algunos, que mientras no sea colectivizada mantiene su pureza y nutrientes. La colectivización de aspectos tan etéreos, como vitales, deriva en la preeminencia del continente sobre el contenido, en la primacía de lo netamente folclórico y litúrgico sobre lo sustancioso.
Hay determinadas cosas que pierden su funcionalidad y eficacia cuando se las arranca de su contexto original. Lo dice el refrán: ‘Ajo cocido, ajo perdido’. Las virtudes elementales de esta hortaliza se pierden si no se toma cruda. Lo mismo le ocurre a la espiritualidad que, fuera de su ámbito primigenio, se envicia hasta lo lamentable.
Si se me permite, considero que lo único que una espiritualidad vivida en la intimidad debiera destilar a los ojos de los demás, es una ética comprometida con el respeto y la solidaridad. Lo demás es inútil ceremonia.
Ahora, para finalizar esta primera misiva, déjame introducirte en un supuesto que, tal como se merece, profundizaré en sucesivas páginas: si hubiese habido, desde tiempos inmemoriales, contactos esporádicos entre humanos y presuntos dioses (autoproclamados o considerados así por los terrestres), la naturaleza de éstos, cuanto menos, sería sospechosa. Puesto que, o bien estamos hablando de una caterva de imbéciles galácticos que ignoraban lo devastadoras que habrían de ser las consecuencias de contactar (establecimiento de alianzas con determinados pueblos –discriminando al resto-, institución de rituales de sangre, proclamación de sagrados exterminios, degradación de la mujer, etc), o es que dichos resultados no se alejaron un ápice de sus propósitos iniciales…
Cuando inevitable llegue la noche a cada uno de vuestros días, mirad las nubes oscuras de una madrugada tranquila y recordad que, aunque no se les escuche, los gritos y los llantos de las víctimas del pasado y de este siglo, están ahí.
Por favor, mi hermano, más allá del derecho a cometer tus propios errores, sé comprensivo con las equivocaciones de los que te rodean, e implacable con la maldad, brote en ti o en los demás. ¿Cómo podría dedicar este tiempo a los asuntos espirituales si obviara la necesidad de justicia? La espiritualidad que no está encaminada al establecimiento de la justicia en la Tierra no es sino una variante etérea del Síndrome de Diógenes. El sabio, siempre más preciso que yo, lo matiza: En el camino de la justicia está la Vida, y en su senda no hay muerte (Proverbios 12:28). Hasta pronto, Dallas.

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