Siéntete,
joven Dallas, bienvenido; tú y todos aquellos que se adentran en esta lectura.
De
sobra está el decir que lo que sigue está dedicado a ti, en quien tengo puestas
mis esperanzas y a quien agradezco los momentos que me ha permitido disfrutar a
su lado.
Y
cuando nombro a Dallas lo hago de forma tan sanamente ambiciosa y extensiva,
que me refiero a todas aquellas personas a los que no he tenido el gusto
de conocer.
Aunque
tú, y sólo tú, debes ser el primer obrero de tu constructiva vida, mi objetivo
es sumar aportes a tu propia experiencia. Ya sabes que no soy de esos que creen
que ofrecer un consejo en un momento determinado es signo de vanidad. Y dado
que la vida no es un juego para probar tu audacia -sino una experiencia
confusa-, me permito el lujo de poner sobre el tapete mis personales
conclusiones. De ese modo, confiando en tu buen criterio y objetividad,
tendrás más elementos de juicio a la hora de discernir sobre asuntos
esenciales.
Más
que nada porque esta vida es única y no permite ensayos previos. Y,
fundamentalmente, porque tu generación ha venido a nacer y madurar durante el
proceso histórico más determinante de toda la historia de la humanidad. Vosotras
y vosotros, con el coraje que define a los valientes, con su buen hacer y
empeño, decidiréis el destino del mundo que nazca de los rescoldos y cenizas
del decadente sueño en el que yace este comienzo de siglo.
Así
que, sin temor a parecer pretencioso, trataré de animarte a despertar del
letargo que te impida buscar tu legítimo lugar en el mundo; sueño carcelario,
de penitenciaria planetaria, que debe ser interrumpido por el bien de la
supervivencia del espíritu humano.
No
te describiré vías para el triunfo y el reconocimiento social, sino que te
hablaré de la dignidad que vibra en los perdedores, aquellos que el mundo no
puede comprar con su plata y sus placeres.
¿De
qué modo trataré de estimularte a que abras los ojos y te dirijas a la búsqueda
interior de tu hogar en el universo terrestre? Pues de la única manera que sé:
mostrándote lo que mis ojos vieron y mis oídos oyeron.
He
visto las contradicciones y las debilidades más tremendas; he escuchado las
mentiras más hediondas. Olfateé el olor de los excrementos que emanaba del
mundo que heredé, y tras la repugnancia me senté a buscar sentido a mi
existencia. Búsqueda no apta para ociosos que me está ocupando toda una vida
(como debe ser), y de la cual estoy satisfecho; porque caí en multitud de
ocasiones y en la misma medida me levanté y seguí aspirando a aprender una vez
más.
Qué
mejor forma de incitarte a buscar tu verdadero espacio que compartir contigo lo
que nadie quiso que mis sentidos advirtiesen. Cuando pregunté, callaron. Cuando
me quejé, me tildaron de caprichoso e insolente. Cuando tomé conciencia de que
el mundo se había faltado el respeto a sí mismo, comencé a mirarlo a los ojos y
empecé a valorarlo en su justa medida, sin apasionamiento, sin mitificación,
sin miedo; y entendí que el mundo no es digno de quien hace preguntas.
Fue
entonces cuando hallé mi lugar en él: orbitando a su alrededor, perfilando mi
perspectiva sobre todo lo que acontecía sobre la superficie, edificando mi
patio interior, en el que sentarme a la sombra para crear, y desligando mi
destino del sino de los triunfadores: los que se deleitan con el sistema, los
que se abstienen de gritar lo inconveniente, los que engordan las tripas de los
señores de la granja, inductores del letargo del hombre.
La
apariencia, tramposo espejo en el que pululan nuestras imágenes corpóreas,
señorea el campo sensorial del ser humano, siempre proclive a caminar tuerto de
conciencia mientras no se cuestione una serie de supuestos, que ni siquiera
sospecha pueden ser incorrectos. Que el miedo no te estafe, querido Dallas, ni
el apego (siempre conservador y tradicionalista cuando se trata de sobrevivir)
te condicione a desestimar la sustancia que la intuición desea entregarte.
Dicho lo cual, lee, valora y sentencia qué es fábula y qué es verídico
para ti. Prudencia lleva las riendas, pero Valor e
Inconformismo son sus corceles…
Condúcete,
mi buen Dallas, hacia la justicia, la dignidad y la honestidad. A ti, y a
todas, por ser motivo de inspiración, gracias por existir.
La
mirada interior
Una
notable premisa a no olvidar: los ojos interiores no observan
exclusivamente la belleza (como ocurre en los cuentos de Disney) sino la
realidad que se ocultaba a nuestra percepción, y que suele ser fea y
dolorosa; contenido amargo pero nutritivo para el buscador de perspectivas más amplias.
Consideremos,
pues, que la mirada interior no es sino un equivalente de la conciencia, esa
capacidad esencial que debe ejercitarse día a día, si es que queremos tener una
percepción auténtica de nuestro comportamiento y del entorno que nos
rodea.
La
reflexiva mirada interior que te sugiero es la única opción que conozco para
romper con la visión romántica y almibarada que el sistema del mundo desea que
tengas. De ese malicioso propósito depende su supervivencia, y de tu
independencia y soberanía pende tu desarrollo como ser humano que reniega de la
condición de los necios. Y por necios se entiende a los ignorantes, a
quienes tienen suficientes tragaderas como para soportar lo que se les induce
–sutilmente- desde las privilegiadas elites dominantes.
Creo
que el mejor punto de partida es considerar y aceptar que, como seres, una
parte inherente de nuestra condición es la creencia en algo superior. Añado que
no veo nada engañoso o pernicioso en ello. Las creencias son parte fundamental
de la naturaleza humana, como lo son otras condiciones de tipo fisiológicas.
Por tanto, como estadio imprescindible de tu propia constitución, su valor a
los ojos de las alimañas que dominan la granja es muy preciado. Quien
domine la focalización de tus creencias tendrá un control parcial sobre tu
personalidad. Porque tu particular cosmogonía, de una forma u otra, como
signo de identidad, acaba repercutiendo en tus relaciones personales.
Es,
por todo ello, vital que la percepción del mundo en el que vives, que tu
personal visión sobre el sentido de la vida, esté ausente de todo lo
institucionalizado, de toda confesión.
Porque
las confesiones, las creencias organizadas en torno a un vicario (exclusivo
portavoz de no sé qué divinidad o verdad revelada) que a su vez delega en otros
voceros, en subordinados que se erigen en únicos intérpretes de una creencia
seguida por un conjunto, son germinadoras de sumisión, tabúes, fetichismo e
ignorancia espiritual. Y todas esas miserias alimentan a los enemigos del
espíritu libre.
Los
derechos elementales de todo el género humano son sagrados. Si lo crees,
practícalo. El cosmos es insondable y sus misterios inabarcables. Formamos
parte de él por derecho propio. Siéntelo. Con semejantes proposiciones,
entenderás, no hacen falta dioses ni vicarios.
Naciste
exento de toda creencia sostenida en héroes mitológicos, perpetuada por
individuos cuyo sentido despótico de la vida los lleva a alzar cielos a los
que, únicamente, acceden quienes cumplen con el estricto sometimiento moral que
ellos juzgan conveniente. Yo te sugiero que –desde la libertad- pienses con el
corazón y sientas con la cabeza, y que comprendas que toda religión es
divisoria y excluyente por su propia naturaleza congénita, tal y como te iré
mostrando en mis argumentos.
Las
jerarquías clasistas no son imprescindibles para que la armonía exista. Las
religiones, a pesar de lo que te hayan dicho, no son el oxígeno que
precisa el ser humano, sino el monóxido de carbono que envenena las relaciones
interpersonales y asfixia las legítimas aspiraciones individuales de libertad y
evolución.
Porque
en verdad, querido Dallas, te digo que el hombre y la mujer han sido educados
como las mulas, a las que se estimula a dar pasos en una conveniente dirección
con una zanahoria al frente. Esa raíz vegetal es siempre, en el ámbito
religioso, una promesa de galardón post mortem, honor que no debiera mover
a nadie si ello supone mutilar los derechos elementales de los individuos,
como lo es la facultad de estimar, individualmente, qué es moralmente aceptable
y qué no lo es.
En
los templos donde se reúnen los fieles se prometen cielos, se ofrece adulación
a lo que ellos llaman Dios y se aceptan ridículos dogmas. También se hace uso
de la coerción para sujetar y condicionar el comportamiento y la voluntad del
adepto. Esa represión, espiritualmente inaceptable, crea sujetos dóciles,
dependientes y atormentados.
A
los que te precedieron en esta aventura que es habitar unos metros cuadrados en
el planeta Tierra, los asustaron con la idea de que no comulgar con sus
patrañas significaba tener pasaporte directo a un infierno que, huelga decir,
no existe.
El
cielo y el infierno son invenciones que, aun siendo retratados como estados
emocionales y no como espacios físicos, buscan –entre otras cosas- el
conformismo del sujeto. Se pretende que el creyente transija con las
injusticias que sufre en esta vida, en aras de obtener una futura distinción
(cielo / el Mundo Nuevo de los newagers) para su alma
inmortal.
Si
logras asustar a los seres humanos, espiritualmente poco cultivados, con la
condenación eterna, obtendrás una cabaña de seres doblegados. Estas personas se
martirizan a sí mismas por medio de la mutilación de toda tendencia natural a
definirse, sin ideas preconcebidas (social y religiosamente aceptables), en el
plano experimental.
La
represión ejercida directamente sobre las dimensiones constituyentes del
humano, como son la afectividad y la sexualidad, persiguen la adulteración de
su sagrada naturaleza, sometiéndola a formalismos que la vejan y oprimen hasta
que acaba convertida en un artificial engendro.
Custodiando
la granja
Haciendo
uso de un símil, de nuevo relacionado con los equinos, te diré, mi buen Dallas,
que la sutil manipulación que se practica sobre nuestro pensamiento se asemeja
a esas anteojeras que se colocan sobre la cabeza de un caballo, con el fin de
forzarlo a mirar al frente. Las anteojeras humanas están confeccionadas en un
material muy primitivo, pero resistente y actual: el miedo.
El
miedo a la excepcionalidad, a la discrepancia, a pensar y sentir diferente, es
parte estructural del sistema.
Te
diré que la noble tarea de debilitar y anular las inquietudes de todo recién
llegado a la granja, corre a cargo de secuaces de variado pelaje que, incluso
enfrentados entre sí, estiman que las necesidades básicas del hombre deben
supeditarse a las artificiales fronteras de los Estados, y no a la inversa. Se
inclinan por los ceremoniales protocolos que blindan y envanecen a las
especuladoras elites, en perjuicio de la equidad y la justicia. Excusan sus
tradiciones amparados en que son herencia de sus ancestros, aunque dichas
costumbres, prácticas y ritos, estén sustentados en la incultura, la violencia
y el oscurantismo, sólo comprensibles de sociedades poco evolucionadas.
Este
rancio anclaje en el pasado, defendido como raíces que otorgan identidad,
evidencia el temor y el recelo que el ser humano siente hacia su propio
futuro, al que mira con un ojo puesto en el ayer.
El
decálogo básico para la inoculación del miedo incluye, antes que ninguna otra
cosa, la amputación de toda estructura mental-espiritual que propicie
criterios particulares e independientes a los de la doctrina
socio-religiosa imperante.
Nada
hace más daño al sistema, Dallas, que un sujeto verdaderamente emancipado
de tutelas religiosas (incluye aquí, please, el buenismo de la
Nueva Era), reaccionarios formalismos y servidumbres mentales. Porque mientras
haya dioses celosos (añade aquí a los ‘Hermanos Galácticos’ –y sus mesías- que
venden amor incondicional) a los que adorar, habrá infiernos terrenos. Y
mientras esa innoble jerarquía sea emulada terrenalmente, a través de hombres
que viven como dioses, y hombres a los que se obliga a malvivir como animales,
no habrá justicia.
Permíteme
recordarte lo que tu corazón intuye: no existen dioses merecedores de adoración
alguna. Tu sagaz olfato sabe que ninguna entidad cósmica y creadora cometería
el disparate de relacionarse oficialmente con entes en proceso evolutivo -los
humanos-, tan toscos y primarios como para errar y considerar que todo lo
que procede del cosmos lleva el sello de la divinidad.
Una
entidad creadora se define porque rehúye la adulación, espiritualmente
regresiva. Una entidad realmente creadora no tiene la necesidad de
advertir a sus criaturas que siente celos, condicionándolas a temerla. A mi
entender, las divinidades celosas son entes que sufren una patología demasiado
humana.
Otra
cosa muy distinta es la espiritualidad (verdadero enlace con la fuente
creadora) latente en todos los seres humanos, cultivada por algunos, que
mientras no sea colectivizada mantiene su pureza y nutrientes. La
colectivización de aspectos tan etéreos, como vitales, deriva en la
preeminencia del continente sobre el contenido, en la primacía de lo netamente
folclórico y litúrgico sobre lo sustancioso.
Hay
determinadas cosas que pierden su funcionalidad y eficacia cuando se las
arranca de su contexto original. Lo dice el refrán: ‘Ajo cocido, ajo perdido’.
Las virtudes elementales de esta hortaliza se pierden si no se toma cruda. Lo
mismo le ocurre a la espiritualidad que, fuera de su ámbito primigenio, se
envicia hasta lo lamentable.
Si
se me permite, considero que lo único que una espiritualidad vivida en la
intimidad debiera destilar a los ojos de los demás, es una ética
comprometida con el respeto y la solidaridad. Lo demás es inútil ceremonia.
Ahora,
para finalizar esta primera misiva, déjame introducirte en un supuesto que, tal
como se merece, profundizaré en sucesivas páginas: si hubiese habido, desde
tiempos inmemoriales, contactos esporádicos entre humanos y presuntos dioses
(autoproclamados o considerados así por los terrestres), la naturaleza de
éstos, cuanto menos, sería sospechosa. Puesto que, o bien estamos hablando de
una caterva de imbéciles galácticos que ignoraban lo devastadoras que habrían
de ser las consecuencias de contactar (establecimiento de alianzas con
determinados pueblos –discriminando al resto-, institución de rituales de
sangre, proclamación de sagrados exterminios, degradación de la mujer, etc), o
es que dichos resultados no se alejaron un ápice de sus propósitos iniciales…
Cuando
inevitable llegue la noche a cada uno de vuestros días, mirad las nubes oscuras
de una madrugada tranquila y recordad que, aunque no se les escuche, los gritos
y los llantos de las víctimas del pasado y de este siglo, están ahí.
Por
favor, mi hermano, más allá del derecho a cometer tus propios errores, sé
comprensivo con las equivocaciones de los que te rodean, e implacable con la
maldad, brote en ti o en los demás. ¿Cómo podría dedicar este tiempo a los
asuntos espirituales si obviara la necesidad de justicia? La
espiritualidad que no está encaminada al establecimiento de la justicia en la
Tierra no es sino una variante etérea del Síndrome de Diógenes. El sabio,
siempre más preciso que yo, lo matiza: En
el camino de la justicia está la Vida, y en su senda no hay muerte (Proverbios 12:28).
Hasta pronto, Dallas.
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