Una historia corta de Philip K. Dick, "The
Father-Thing", publicada en diciembre de 1954 en "Magazine of Fantasy
and Science Fiction", utiliza la idea de la duplicación de seres
humanos en vainas, siendo el fuego el método de destrucción de éstas.
Cuando era muy pequeño, tenía la impresión de que mi
padre era dos personas, una buena y otra mala. El padre bueno desaparece y el
padre malo le sustituye. Creo que muchos niños tienen esta sensación. ¿Y si
fuera cierto? Este relato es otro ejemplo de un sentimiento normal, incorrecto
en realidad, pero que llega a ser correcto..., con la desgracia añadida de que
no es posible comunicarlo a los demás. Por suerte, es posible comunicarlo a otros
niños. Los niños comprenden; son más sabios que los adultos... Vaya, he estado
a punto de escribir «más sabios que los humanos» (Philip K. Dick, 1976).
EL PADRE—COSA
—La cena está preparada —dijo la señora Walton—. Ve
a buscar a tu padre y dile que se lave las manos. Aplícate el mismo cuento,
jovencito. —Trasladó una cacerola humeante a la mesa—. Le encontrarás en el
garaje.
Charles vaciló. Sólo tenía ocho años y el problema
que le atormentaba habría confundido a Hillel.
—Yo... —empezó, titubeante.
—¿Qué paso?
June Walton percibió el tono inquieto de la voz de
su hijo y su busto maternal se agitó de alarma.
—¿No está Ted en el garaje? Por el amor de Dios,
estaba afilando las tijeras de podar hace unos minutos. No habrá ido a caso de
los Anderson, ¿verdad? Le dije que la cena ya estaba en la mesa.
—Está en el garaje —contestó Charles—, pero está...,
está hablando consigo mismo.
—¡Hablando consigo mismo! —La señora Walton se quitó
el delantal de plástico y lo colgó en el pomo de la puerta—. ¿Ted? Nunca habla
solo. Ve a decirle que ya puede venir.
—Vertió café humeante en las tacitas de porcelana
azul y blanca, y procedió a servir el maíz cubierto de crema—. ¿Qué mosca te ha
picado? ¡Ve a avisarle!
—No sé a cuál de ellos decírselo —farfulló Charles,
desesperado—. Los dos son iguales.
June Walton estuvo a punto de soltar el perol de
aluminio; por un momento, el maíz cubierto de crema se tambaleó peligrosamente.
—Jovencito —empezó, en tono de irritación, pero Ted
Walton entró en la cocina.
Aspiró el aroma de la cena y se frotó las manos.
—¡Ajá! —exclamó—. Estofado de cordero.
—Estofado de buey —murmuró June—. Ted, ¿qué estabas
haciendo ahí fuera?
Ted ocupó su puesto y desdobló la servilleta.
—He afilado las tijeras de podar como una hoja de
afeitar. Engrasadas y afiladas. Será mejor que no las toques, o podrías
quedarte sin mano.
Era un hombre atractivo, de treinta y pocos años,
abundante cabello rubio, brazos fuertes, manos grandes, rostro cuadrado y
brillantes ojos castaños.
—Caramba, qué buen aspecto tiene este estofado.
Menudo día he tenido en la oficina.
Como todos los viernes, ya sabes. El trabajo se
amontona y las cuentas han de estar terminadas a las cinco. Al McKinley afirma
que el departamento podría encargarse de un veinte por ciento más de trabajo si
organizáramos la hora de comer, haciendo turnos para que siempre se quedara
alguien. —Se dirigió a Charles—. Siéntate y empecemos.
La señora Walton sirvió los guisantes congelados.
—Ted —dijo, mientras se sentaba—, ¿tienes algo en
mente?
—¿En mente? —Parpadeó—. No, nada fuera de lo normal.
¿Por qué?
June Walton miró a su hijo, inquieta. Charles estaba
sentado muy tieso, inexpresivo, blanco como la tiza. No se había movido ni
desdoblado la servilleta; ni siquiera había tocado su leche. La tensión se
palpaba en el aire. Charles había apartado la silla de la que ocupaba su padre;
se había encogido en un menudo bulto, lo más lejos posible de su padre. Movió
los labios, pero la mujer no pudo leer lo que estaba diciendo.
—¿Qué dices? —preguntó, inclinándose hacia él.
—El otro —murmuró Charles—. Es el otro quien ha
entrado.
—¿A qué te refieres, cariño? —preguntó June Walton
en voz alto—. ¿Qué otro?
Ted dio una brusca sacudida. Una extraña expresión
cruzó su cara. Desapareció al instante, pero fue suficiente para que el rostro
de Ted Walton perdiera toda familiaridad. Algo frío y extraño asomo, una masa
retorcida y serpenteante. Los ojos se empañaron y encogieron, proyectaron un
brillo arcaico. El aspecto normal de un marido cansado había desaparecido.
Y enseguida reapareció, o casi. Ted sonrió y comenzó
a devorar el estofado, los guisantes congelados y el maíz cubierto de crema.
Rió, revolvió su café, bromeó y comió.
Pero algo iba terriblemente mal.
—El otro —murmuró Charles, pálido, y sus manos
empezaron a temblar. De pronto, se levantó de un salto y se apartó de la mesa—.
—¡Vete! —gritó—. ¡Largo de aquí!
—Oye, ¿qué demonios te pasa? —rugió Ted, en tono
amenazador. Indicó con severidad la silla—. Siéntate y acaba tu cena,
jovencito. Tu madre no la ha preparado porque sí.
Charles salió corriendo de la cocina y subió la
escalera. June Walton lanzó una exclamación ahogada y se removió en la silla,
afligida.
—¿Qué le...?
Ted siguió comiendo, con expresión ominosa y ojos
sombríos.
—Ese chico necesita una lección —dijo con voz
ronca—. Quizá tengamos que hablar en privado, de hombre a hombre.
Charles se acuclilló y escuchó.
El padre-cosa sabía la escalera, se acercaba cada
vez más.
—¡Charles! —gritó, encolerizado—. ¿Estás ahí?
No contestó. Caminó de puntillas hacia su habitación
y cerró la puerta sin hacer ruido. Su corazón latía locamente. El padre-cosa
había llegado al rellano; dentro de un momento estaría en su cuarto.
Se precipitó hacia la ventana. Estaba aterrorizado.
El impostor ya buscaba a tientas el pomo en el pasillo a oscuras. Levantó la
ventana y salió al tejado. Saltó al jardín situado frente a la puerta
principal, se tambaleó y cayó, se puso en pie y huyó de la luz que surgía a chorros
por la ventana, un parche amarillo en la negrura de la noche.
Distinguió el garaje, un cuadrado negro que se
recortaba contra el horizonte. Buscó en su bolsillo la linterna, abrió la
puerta con cautela y entró.
El garaje estaba vacío. El coche estaba aparcado
frente a la casa. A la izquierda tenía el banco de trabajo de su padre.
Martillos y sierras en las paradas de madera. En la parte trasera guardaba el
cortacésped, el rastrillo, la pala y el azadón. Un bidón de queroseno.
Matrículas clavadas por todas partes. El sucio suelo
era de hormigón. Una gran mancha de aceite destacaba en el centro; el haz de la
linterna reveló manojos de hierba grasienta y ennegrecida.
Nada más cruzar la puerta había un gran barril de
basura. Sobre el barril se amontonaban periódicos y revistas antiguos,
cubiertos de moho y humedad. Un intenso olor a podrido se desprendió de ellos
cuando Charles los apartó. Cayeron arañas al cemento y se escurrieron; el niño
las aplastó con el pie y siguió explorando.
La visión le arrancó un grito. Soltó la linterna y
retrocedió de un salto. El garaje se sumió al instante en una oscuridad total.
Se puso de rodillas con un gran esfuerzo de voluntad y tanteó el suelo en busca
de la linterna, entre las arañas y la hierba grasienta. Por fin, la encontró.
Apuntó el haz al interior del barril, al hueco que había practicado al apartar
los montones de revistas.
El padre-cosa lo había ocultado en el fondo del
barril, entre hojas caducas, cartones rotos, los restos podridos de revistas y
cortinas, toda la basura del desván que su madre había amontonado en el barril
con la intención de quemarla algún día. Él lo había encontrado, y al verlo se
le revolvió el estómago. Se inclinó sobre el barril y cerró los ojos hasta que
fue capaz de volver a mirar. En el barril se hallaban los restos de su padre,
su auténtico padre.
Pedazos que el padre-cosa no necesitaba. Pedazos que
había descartado.
Cogió el rastrillo y agitó los restos. Estaban
secos. Crujieron y se quebraron en cuanto el rastrillo los tocó. Eran como una
piel de serpiente desechada, escamosa y crujiente al facto.
Una piel vacía. Lo que contenía, lo realmente
importante, había desaparecido. Esto era todo cuanto quedaba, la piel frágil y
crujiente, tirada en el fondo del barril de basura. Esto era todo cuanto había
dejado el padre-cosa; había devorado el resto. Se había apoderado de lo que
contenía, usurpando el lugar de su padre.
Un ruido.
Tiró el rastrillo y corrió hacia la puerta. El
padre-cosa se acercaba por el sendero, en dirección al garaje. Sus zapatos
aplastaban la gravilla. Avanzaba con cierta vacilación.
—¡Charles! ¿Estás ahí? ¡Ya verás cuando te ponga la
mano encima, jovencito!
La forma llena y nerviosa de su madre se recortó en
la puerta de la casa.
—Ted, no le hagas daño, por favor. Está preocupado
por algo.
—No voy a hacerle daño —graznó el padre-cosa. Se
detuvo para encender una cerilla—
Sólo voy a charlar un ratito con él. Necesita
aprender mejores modales. Dejar la mesa así y salir corriendo en plena noche,
bajando por el tejado.
Charles salió del garaje. El resplandor de la
cerilla iluminó su forma. El padre-cosa lanzó un berrido y corrió tras él.
—¡Ven aquí!
Charles corrió. Conocía el terreno mejor que el
replicante de su padre; éste también sabía muchas cosas, obtenidas del padre
verdadero, pero nadie conocía el terreno mejor que Charles. Alcanzó la valla,
trepó, saltó al patio de los Anderson, dejó atrás la ropa tendida, bajó por el
sendero que rodeaba la casa y desembocó en la calle Maple.
Escuchó, agachado y sin respirar. El replicante no
le había seguido. Había regresado. O tal vez se acercaba por la acera.
Respiró hondo Tenía que marcharse. Tarde o temprano
le encontraría. Miró a izquierda y derecha, no vio a nadie y se alejó a toda la
velocidad que le permitían sus piernas.
—¿Qué quieres? —preguntó Tony Peretti, en tono
beligerante.
Tony tenía catorce años. Estaba sentado a la mesa
del comedor, chapado en roble, rodeado de libros y lápices, con media bocadillo
de jamón con manteca de cacahuete y una coca cola a su lado.
—Eras Walton, ¿verdad?
Tony Peretti desembalaba cocinas y neveras después
del colegio en la tienda de Johnson, en el centro de la ciudad. Era grandote y
de cara ruda. Cabello negro, piel olivácea, dientes blancos. Había apalizado un
par de veces a Charles; había apalizado a todos los chicos del vecindario.
Charles se encogió.
—Oye, Peretti, ¿puedes hacerme un favor?
—¿Qué quieres? —se irritó Peretti—. ¿Un morado?
Charles, con la cabeza gacha y los puños apretados,
explicó lo ocurrido con breves y entrecortadas palabras.
Cuando terminó, Peretti silbó por lo bajo.
—No me estarás tomando el pelo...
—Es verdad —se apresuró a insistir—. Te lo enseñaré.
Acompáñame y te lo enseñaré.
Peretti se puso en pie con parsimonia.
—Sí, enséñamelo. Quiero verlo.
Fue a buscar su pistola de bajo calibre a la
habitación, y los dos avanzaron en silencio por la oscura calle, en dirección a
caso de Charles. Ninguno habló mucho. Peretti estaba absorto en sus
pensamientos, con expresión seria y solemne. Charles continuaba aturdido; su
mente estaba en blanco por completo.
Entraron en el camino particular de los Anderson,
atajaron por el patio posterior, saltaron la valla y se deslizaron con cautela
hacia el patio trasero de Charles. No se movía nada. El silencio reinaba en el
patio. La puerta principal de la caso estaba cerrada.
Miraron por la ventana de la sala de estar. Habían
bajado las persianas, pero quedaba una estrecha rendija de luz amarillenta. La
señora Walton, sentada en el sofá, cosía una camiseta de algodón. Su rostro
expresaba tristeza y preocupación. Frente a ella estaba el replicante.
Reclinado en la butaca de su padre, sin zapatos, leía la prensa vespertina. El televisor
estaba encendido, pero nadie le hacía caso. Una lata de cerveza descansaba
sobre el brazo de la butaca. El replicante se sentaba exactamente como su
padre. Había aprendido mucho.
—Se parece a él —susurró Peretti, suspicaz—. ¿Estás
seguro de que no me tomas el pelo?
Charles le condujo al garaje y le enseñó el barril
de basura. Peretti hundió en el interior sus largos brazos bronceados y sacó
con mucho cuidado los restos secos y quebradizos.
Los desdoblaron hasta que se dibujó la silueta de su
padre. Peretti depositó los restos en el suelo y colocó en su sitio las partes
rotas. Los restos carecían de calor. Eran casi transparentes. Un amarillo
ámbar, fino como el papel. Seco y sin vida.
—Eso es todo —dijo Charles. Las lágrimas anegaron
sus ojos—. Eso es todo lo que queda de mi padre. La cosa se ha quedado con el
contenido.
Peretti había palidecido. Tiró de nuevo los restos
en el barril, tembloroso.
—Esto es muy fuerte —murmuró—. ¿Dices que viste a
los dos juntos?
—Estaban hablando. Eran exactos. Me metí dentro.
—Charles secó sus lágrimas y lloró
a moco tendido; no podía continuar callándolo—. Le
devoró mientras yo estaba dentro.
Luego, entró en casa. Fingió que era él, pero no. Le
mató y devoró su contenido.
Peretti guardó silencio un instante.
—Voy a decirte algo. He oído hablar de cosas
parecidas. Es un asunto feo. Has de utilizar la cabeza y no asustarte. No
estarás asustado, ¿verdad?
—No —consiguió murmurar Charles.
—Lo primero que hay que hacer es pensar en una forma
de matarlo. —Agitó la pistola—. No sé si todavía funciona. Será difícil
capturar a tu padre. Era un hombre muy grande. —Peretti reflexionó unos
momentos—. Larguémonos de aquí. Podría volver. Es lo que suelen hacer los
asesinos, según dicen.
Salieron del garaje. Peretti volvió a mirar por la
ventana. La señora Walton se había levantado. Hablaba con nerviosismo. Se oían
vagos sonidos. El replicante cerró el periódico.
Estaban discutiendo
—¡Por el amor de Dios! —gritó el padre-cosa—. No
cometas una estupidez semejante.
—Algo ha ocurrido —gimió la señora Walton—. Algo
terrible. Deja que llame al hospital y pregunte.
—No llamas a nadie. Se encuentra bien. Jugando en la
calle, probablemente.
—Nunca sale a estas horas. Nunca desobedece. Estaba
terriblemente preocupado... ¡Te tenía miedo! No le culpo. —Su voz se quebró de
aflicción—.¿Qué te ha pasado? Estás muy raro.—Salió al vestíbulo—. Voy a llamar
a los vecinos.
EI replicante la fulminó con la mirada hasta que
desapareció. Entonces, sucedió algo horrible. Charles lanzó una exclamación
ahogada: incluso Peretti gruñó para sí.
—Mira —murmuró Charles—. ¿Qué...?
—Cojones—masculló Peretti, los ojos abiertos como
platos.
En cuanto la señora Walton salió de la sala, el
replicante se hundió en la butaca, como si todos sus músculos hubieran perdido
la tensión. Su boca se abrió. Sus ojos tenían una mirada vaga. Su cabeza cayó
hacia adelante, como una muñeca de trapo desechada.
Peretti se apartó de la ventana.
—Eso es —susurró—. Ésa es la explicación.
—¿Cuál? —preguntó Charles. Estaba perplejo,
asustado—. Ha sido como si alguien le hubiera cortado la energía.
—Exactamente—asintió Peretti, sombrío y
estremecido—. Lo controlan desde fuera.
El horror sobrecogió a Charles.
—¿Desde fuera de nuestro planeta, quieres decir?
Peretti sacudió la cabeza.
—¡Desde fuera de la casa! Desde el patio. ¿Sabes
rastrear?
—No mucho. —Charles se devanó los sesos—. Conozco a
alguien que es muy bueno.
—Logró recordar el nombre—. Bobby Daniels.
—¿Ese negrito? ¿Es un buen rastreador?
—El mejor.
—Muy bien. Vamos a buscarle. Hemos de encontrar lo
que acecha fuera. Lo que puso esa cosa ahí, y todavía continúa...
—Es cerca del garaje —dijo Peretti al menudo negro
acuclillado a su lado en la oscuridad—. Cuando le mató, estaba en el garaje.
Mira por ahí.
—¿En el garaje? —preguntó Daniels.
—Alrededor del garaje. Walton ya está dentro.
Explora los alrededores. Las cercanías.
Un pequeño macizo de flores crecía junto al garaje,
y entre éste y la parte posterior de la casa había una gran confusión de
bambúes y restos desechados. La luna había salido; una luz brumosa y fría lo
bañaba todo.
—Si no lo encontramos pronto —dijo Daniels—, tendré
que volver a casa. No puedo estar levantado hasta muy tarde.
Apenas era un poco mayor que Charles. Tenía nueve
años.
—Muy bien —contestó Peretti—. Empieza a rastrear.
Los tres se desplegaron y exploraron el suelo con
cuidado. Daniels trabajaba a una velocidad increíble; su cuerpo menudo se movía
como una exhalación entre las flores. Miró debajo de las rocas. bajo la casa,
separó tallos de plantas, recorrió las hojas y las hierbas con mano experta. No
pasó nada por alto.
Peretti se detuvo al poco rato.
—Yo vigilaré. Podría ser peligroso. Podría aparecer
el padre-cosa y tratar de detenernos.
Se rezagó con la pistola preparada, mientras Charles
y Bobby Daniels investigaban.
Charles procedía con lentitud. Estaba cansado y tema
el cuerpo entumecido y aterido de frío.
Todo se le antojaba imposible, el padre replicante y
lo sucedido con su padre, el auténtico.
Sin embargo, el terror le espoleaba. ¿Y si pasaba
igual con su madre. o con él? ¿O con todo el mundo? Quizá el mundo entero.
—¡Lo he encontrado! —gritó Daniel con voz aguda—.
¡Venid, deprisa!
Peretti levantó la pistola y se incorporó con
cautela. Charles dirigió el haz de su linterna hacia Daniels.
El negro había levantado una placa de hormigón. Un
cuerpo metálico brillaba en el suelo húmedo. Algo articulado y delgado, de
innumerables patas torcidas, que cavaba frenéticamente. Satinado como una
hormiga, un bicho pardorrojizo que desapareció de repente ante sus propias
narices. Sus filas de patas excavaban y arañaban. La tierra cedió enseguida. Su
cola de aspecto mortífero se agitó con furia mientras se abría paso por el
túnel que practicaba.
Peretti volvió corriendo al garaje y cogió el
rastrillo. Atrapó la cola del bicho con la herramienta.
—¡Deprisa! ¡Dispárale con la pistola!
Daniels se apoderó del arma y apuntó. El primer
disparo arrancó la cola del bicho. Se retorció frenéticamente; la cola se
arrastró en vano y algunas patas se rompieron. Medía unos treinta centímetros
de largo, como un gran ciempiés. Se esforzó con desesperación en escapar por su
agujero.
—Dispara otra vez —ordenó Peretti.
Daniels volvió a utilizar la pistola. El bicho se
escurrió y siseó.
Su cabeza se agitaba de un lado a otro. Mordió el
rastrillo. Sus perversos ojos diminutos brillaban de odio. Atacó unos momentos
al rastrillo, sin conseguir nada. Luego, de repente, se revolvió en una
convulsión frenética que aterrorizó a los muchachos.
Algo zumbó en el cerebro de Charles, un sonido
áspero y metálico, como un millón de alambres metálicos que vibraran a la vez.
La fuerza le tiró al suelo; el estruendo metálico le aturdió y ensordeció. Se
puso en pie, tambaleante, y retrocedió. Los demás le imitaron, pálidos y
temblorosos.
—Sí no podemos matarlo con la pistola—dijo Daniels—,
podemos, quemarlo o hundirle un alfiler en el cráneo.
Se esforzó en mantener inmóvil al bicho con el
rastrillo.
—Tengo un fresco con formaldehído —murmuró Daniels.
Sus dedos juguetearon con la pistola—. ¿Cómo funciona esto? Creo que no me...
Charles le arrebató la pistola.
—Yo lo mataré.
Se agachó, apuntó y cerró el dedo sobre el gatillo.
El bicho se debatió. El campo de fuerza martilleaba en sus oídos, pero no soltó
la pistola. Su dedo se fue cerrando...
—Muy bien, Charles —dijo el padre-cosa.
Unos dedos poderosos paralizaron sus muñecas. El
arma cayó al suelo, mientras luchaba en vano. El replicante se precipitó sobre
Peretti. El muchacho saltó y el bicho, liberado del rastrillo, desapareció por
el túnel.
—Te espera una buena zurra, Charles —tronó el
padre-cosa—. ¿Qué mosca te ha picado? Tu pobre madre está loca de preocupación.
Estaba al acecho, oculto entre las sombras.
Agazapado en la oscuridad, vigilándoles. Su voz serena y desprovista de
emoción, una parodia espantosa de la de su padre, retumbó en sus oídos mientras
le arrastraba hacia el garaje. Su frío aliento, de olor dulzón, como tierra putrefacta,
bañó su rostro. Su fuerza era inmensa; no podía hacer nada.
—No opongas resistencia —dijo el ser con calma—.
Entra en el garaje. Es por tu bien. Lo sé mejor que tú, Charles.
—¿ Le has encontrado ? —preguntó su madre con voz
nerviosa, mientras abría la puerta
trasera.
—Sí, le he encontrado.
—¿Qué vas a hacer?
—Darle una pequeña azotaina. —El replicante abrió la
puerta del garaje—. En el garaje.
—Una leve sonrisa, desprovista de humor y emoción,
dilató sus labios en la semipenumbra—. Vuelve a la sala de estar, June. Yo me
ocuparé de este asunto. Soy el más adecuado. A ti nunca te gustó castigarle.
La puerta se cerró de mala gana. Cuando la luz se
apagó, Peretti se agachó y cogió la pistola. El replicante se quedó inmóvil al
instante.
—Volved a casa, chicos —dijo con voz rasposa.
Peretti no parecía muy decidido.
—Largaos —repitió el replicante—. Tira ese juguete y
lárgate.
Avanzó poco a poco hacia Peretti, aferrando a
Charles con una mano y extendiendo la otra hacia Peretti.
—En esto ciudad están prohibidas las pistolas de
bajo calibre, hijo. ¿Tu padre sabe que la tienes? Lo dice una ordenanza
municipal. Será mejor que me la des antes de que...
Peretti le disparó en el ojo.
El replicante gimió y se llevó la mano a su ojo
destrozado. De repente, se abalanzó sobre Peretti. Éste se alejó hacia el
camino particular, mientras intentaba amartillar la pistola. El replicante
saltó. Sus fuertes dedos se apoderaron de la pistola. En silencio, la rompió
contra la pared de la casa.
Charles salió del trance y huyó. ¿Dónde podía
ocultarse? El padre-cosa se interponía entre él y la casa. Ya corría hacia él
una forma negra que avanzaba con cautela, escudriñaba la oscuridad intentaba
localizarle. Charles retrocedió. Si tuviera algún sitio donde esconderse...
Los bambúes.
Se deslizó en silencio entre los bambúes. Los tallos
eran gruesos, viejos. Se cerraron tras él con un leve crujido. El replicante
buscó algo en el bolsillo. Encendió una cerilla, y después ardió toda la caja.
—Charles —dijo—. Sé que estás por aquí. Es inútil
que te escondas. Lo único que lograrás será crearme más dificultades.
Charles se acuclilló entre los bambúes. Su corazón
latía con violencia. Era como un vertedero, rebosante de males hierbas, basura
papeles, cajas, ropa vieja, tablas, latas, botellas. Arañas y salamandras se
arrastraban a su alrededor. El viento nocturno movía los bambúes. Insectos y
podredumbre.
Y algo más.
Una forma, una forma silenciosa e inmóvil que se
alzaba entre los desperdicios como un champiñón nocturno. Una columna blanca,
una masa pulposa que brillaba a la luz de la luna.
Estaba cubierta de telarañas, como un capullo
mohoso. Poseía vagos brazos y piernas Una cabeza a media formar. Las facciones
aún no se distinguían. Pero sabía lo que era.
Una madre—cosa. Crecía en el terreno húmedo y
podrido, entre el garaje y la casa.
Detrás de los altos bambúes.
Casi estaba terminada. En unos cuantos días
alcanzaría la madurez. Aún era una larva, blanca, blanda y pulposa. Pero el sol
la secaría y calentaría. Endurecería su concha. Le proporcionaría fuerza y un
tono mas oscuro. Surgiría del capullo y un día, cuando su madre pasara junto al
garaje... Detrás de la madre-cosa había otra larva blanca y pulposa, expulsada
por el bicho hacía poco. Pequeña. Acababa de nacer. Comprendió de dónde había
surgido el padre-cosa, dónde había crecido. Había madurado aquí. Y su padre se había
topado con él en el garaje.
Charles se alejó poco a poco de las tablas podridas,
de los desperdicios, de la larva en forma de champiñón. Extendió la mano para
agarrarse a la valla... y retrocedió.
Otra. Otra larva. No la había visto. No era blanca.
Ya era de calor oscuro. La telaraña, la blandura pulposa, la humedad, habían
desaparecido. Estaba preparada. Se movió un poco, agitó los brazos débilmente.
El replicante de Charles.
Los tallos de bambú se separaron y el padre-cosa
agarró con fuerza la muñeca del niño.
—Quédate aquí. Es el lugar perfecto. No te muevas.
—Con la otra mano arrancó los restos del capullo que rodeaba al replicante de
Charles—. Le echaré una mano. Aún está un poco débil.
Cayó la última brizna grisácea y el replicante de
Charles salió; tambaleante. Avanzó con torpeza, mientras el padre-cosa
despejaba de obstáculos el camino que le conducía a
Charles.
—Por aquí —gruñó—. Yo lo sujetaré. Cuando hayas
comido, serás más fuerte.
El replicante de Charles abrió y cerró la boca.
Extendió los brazos hacia Charles. El chico se debatió, pero la inmensa mano
del padre-cosa le inmovilizó.
—Basta ya, jovencito —ordenó—. Te resultará mucho
más fácil si...
Chilló y se retorció. Soltó a Charles y retrocedió.
Su cuerpo se agitó con violencia. Se golpeó contra el garaje. Todos sus
miembros temblaban. Rodó y sufrió convulsiones durante un rato, presa del
dolor. Lloriqueó, gimió, intentó alejarse. Poco a poco, sus movimientos se aplacaron,
hasta convertirse en un bulto silencioso. Quedó tendido entre los bambúes y los
estos podridos, el cuerpo fláccido, la cara desprovista de la menor expresión.
Por fin, el padre-cosa cesó de moverse. Sólo se oía
el leve susurro de las cañas, mecidas por el viento.
Charles se puso en pie con movimientos torpes. Salió
al camino particular. Peretti y Daniels se acercaron con cautela, los ojos
abiertos como platos.
—No te acerques —ordenó Daniels—. Aún no está
muerto. Tardan un poco.
—¿Cómo lo hiciste?—murmuró Charles.
Daniels depositó el bidón de queroseno en el suelo
con un gruñido de alivio.
—Lo encontré en el garaje. En Virginia, los Daniels
siempre utilizábamos queroseno para matar los mosquitos.
—Daniels vertió queroseno en el túnel del bicho
—explicó Peretti todavía aturdido—. Fue idea suya.
Daniels propinó una patada al cuerpo retorcido del
padre-cosa.
—Ya ha muerto. Murió al mismo tiempo que el bicho.
—Imagino que los demás también morirán —dijo
Peretti.
Apartó las cañas para examinar las larvas que
crecían entre los desperdicios Cuando Peretti hundió el extremo de un palo en
el pecho del replicante de Charles, éste no se movió.
—Está muerto.
—Será mejor que nos aseguremos —dijo Daniels,
ceñudo.
Cogió el pesado bidón de queroseno y lo arrastró
hacia el borde del cañaveral.
—Dejó caer unas cerillas en el camino particular. Ve
a cogerlas, Peretti
Intercambiaron una mirada.
—Claro —dijo Peretti en voz baja.
—Sugiero que cerremos la tapa para evitar que se
derrame —dijo
—Démonos prisa —replicó Peretti, impaciente.
Se puso a andar sin esperarles. Charles le siguió a
toda prisa y empezó a buscar las cerillas bajo la luz de la luna.
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