Imaginemos por un momento
que todos nosotros estamos encerrados en una gigantesca prisión. Si previamente
y con detenimiento hemos observado el mundo que habitamos, el ejercicio que
sugiero no exigiría demasiado esfuerzo. Esa prisión toma forma en el Sistema de Control, que comencé a
describir en Reflexiones sobre el Fenómeno Alienígena.
Un Sistema que se
materializa en prisiones más pequeñas, más cercanas, hasta llegar a la celda
mental de cada individuo, donde los carceleros reciben instrucciones (la
mayoría, sutiles y codificadas) de la autoridad externa. Esos carceleros no son
sino procesos mentales, generalmente muy básicos, que no suelen discutirse,
pues no hemos sido educados para ello, sino para todo lo contrario.
Se diría que los carceleros
son los procedimientos que se llevan a cabo en la psique; encaminados a
integrar al sujeto dentro de una sociedad cuyos oscuros cimientos y pasos, son
aceptados por un consenso que no se ha expresado formalmente; es decir, se
trata de un acuerdo tácito.
Una vez hemos llegado al
firme convencimiento de que esto es así, de que el Sistema actúa hostilmente
sobre la mayor parte de los seres humanos, sólo caben dos opciones a tener en
cuenta.
Una. Conformarnos con lo
recibido, y condicionar nuestra mente y forma de vivir para aceptar la ruta de
servidumbre que otros han elaborado para nosotros.
Dos. Idear un proyecto
personal que sea realizable, con la vista puesta en romper convencionalismos;
para, con paciencia, tomar las riendas que nos permita emprender un consciente
e interminable proceso de crecimiento y maduración. Me gusta llamar evolución a
ese proceso que, sin lugar a dudas, nos tomará una vida entera realizar.
Lo primordial es hallar las
diferencias entre lo que somos y el vehículo corpóreo en el que, como imágenes,
nos movemos por el universo físico. Un vehículo, el cuerpo, más allá de la
carne y los huesos, que porta una mente -en términos generales- simplona y
reactiva en sus procesos.
Podría decirse que nuestra
mente, en tanto que sigue y ejecuta los dictados que la cultura ambiental exige
de ella, está densificada hasta el extremo de que la frontera entre nuestro
vehículo y lo que somos en verdad, casi ha desaparecido. Plenamente, nos
identificamos con nuestro cuerpo, con nuestra imagen; y, de ese modo,
arrastramos una mente poco reflexiva (lo justo para cumplir con los preceptos
de estas sociedades de esclavos autómatas), que tiene su punto de atracción en
la mundana tierra; en vez de tenerlo en el espíritu crítico y el inconformismo
que manan de la mismísima conciencia.
Al final, en medio del fango
de la confusión, hemos olvidado la completa diferencia entre los conceptos vital y mundano, derrochando nuestro tiempo (el único patrimonio que
poseemos) entre la esclava lucha de la supervivencia del más fuerte, y el
sedante que sostiene dicha aberración.
Vacas sistemáticamente ordeñadas que salen de paseo al llegar el domingo.
Nadie, absolutamente nadie,
moverá un solo dedo en pos de romper el analfabetismo espiritual que impera en
mi mente. Es, por completo, una responsabilidad individual, una tarea personal
en la que -por su propia naturaleza- nadie puede sustituirme. Lo contrario no
sería justo. Lo contrario atenta contra la lógica que arbitra desde la
conciencia. Lo contrario es el pan nuestro de cada día.
Nadie más que yo puede
dedicar el tiempo y el esfuerzo necesarios, para que mi mente comprenda que la
relación que mantiene con el entorno es disonante. Es decir, se trata de una
relación sin armonía, sin sintonía. Y es mi cometido resolver ese conflicto;
primero que nada, analizando el espacio que ocupo en la sociedad; el lugar que
tengo en la vida de mis semejantes más cercanos, etc.
Hacerlo es mi sagrada
responsabilidad. Hacerlo es lo que me exige esa actitud primordial que me
identifica como humano: el hambre de conocimiento; la necesidad emocional e
intelectual de hallar el equilibrio entre la cotidianidad y la evolución. La
evolución pide paso y llama a sus hijas e hijos. En nuestra mano está hacer
oídos sordos o escuchar con atención.
Mi cometido es establecer
paz duradera en los valles de mi mente. Una paz natural, por leguas alejada de
la pax romana, y de esa otra que
viene después de amordazar la conciencia. Una paz que no es ni sedante ni
narcótica. Una paz lúcida.
Para su realización, mi
cometido se apoya sobre tres pilares: prudencia
(con tiempo, sin precipitación); equilibrio
entre lo intuitivo y lo racional; flexibilidad,
para aceptar que, aunque con las yemas de los dedos llegara a rozar la esencia
de la realidad, la realidad me sigue siendo desconocida. Debo aceptar que mis
procesos de análisis son limitados. Y mis conclusiones, eventuales, siempre
pendientes de ser perfiladas y pulidas mucho más.
En definitiva, el
analfabetismo espiritual no se resuelve de forma mágica y ritual, sino a través
de la búsqueda honesta del conocimiento. Un conocimiento a recuperar, que brota
cuando se le reclama; cuando las imágenes dejan de ser meras figuras, y se
convierten en continentes esenciales de una comunicación, el lenguaje
arquetípico.
Todo ello, con mucha
paciencia. Después de todo, nos educaron para no observar la realidad desde
múltiples perspectivas, sino desde una visión única y limitada. Ergo, no es
sencillo romper con los tabiques mentales que adoptamos y garantizan ciega
lealtad al Sistema. No es sencillo, pero merece la pena. En esa tarea
introspectiva (observación interna de los pensamientos, sentimientos o actos) y
de observación externa, advertiremos cuáles son los condicionantes que
limitaron nuestra percepción de la realidad.
Condicionantes que operan de
manera sutil, instalándose en nuestro subconsciente durante largos años. Como
cajas tóxicas que se almacenan en los sótanos de nuestra psique, sin filtro
alguno que les ponga freno. Entrando como
Pedro por su casa, con el beneplácito de una mente que no había sido
edificada desde el cuestionamiento, sino la obediencia. Cuerpo y mente
perezosas versus conciencia, en un
juego limpio, sin dopajes. Honestidad es la palabra que mejor lo define.
Si buscásemos un referente
en los cuentos arquetípicos, que nos muestre esas deficiencias nuestras,
acudiríamos al Pinocho (1882) de Carlo Collodi; donde se narran las peripecias
de una marioneta de madera que ansía convertirse en un niño de verdad. El
conflicto del muñeco reside en que sus actuaciones contradicen a sus bondadosos
sentimientos. Y que sus responsables promesas acaban en saco roto.
La narración nos acerca al
conjunto de experiencias que Pinocho ha de vivir, orientado por el Hada de
Cabellos Turquesa y el Grillo Parlante -que representan a la conciencia-, para
superar la inmadurez y resolver la incoherencia entre lo que siente y lo que,
finalmente, desoyendo a su conciencia, hace. Porque Pinocho, perezoso y
cándido, toma elecciones equivocadas, nutriéndose del envenenado ejemplo de
otros (que ganan algo con su perdición).
Lo vemos cuando el
discernimiento es suprimido y sustituido por la obediencia. Y también en la
admiración hacia roles públicos, sugerentes y atractivos, pero carentes de
didáctico nutriente.
Mientras el interesado no se
sumerja en los profundos océanos de su psique, y haga inventario y limpieza de
lo que allí se ha acumulado, no se reactivará su conciencia, verdadero motor y árbitro
de la operación. Cuando la tarea se pone en movimiento, la conciencia –con
tiento pero con severidad- comienza a actuar como el propietario de un hogar
del que ha estado ausente por años. Un hogar que, entretanto, había estado
ocupado por unos extraños poco higiénicos que acumulaban basura involucionista.
No se debería excluir un
factor imprescindible: el tiempo paciente. Nuestros antiguos procesos mentales
estaban sujetos a la tiranía del tiempo. Así, hablamos de procesos mentales
cortoplacistas, elaborados para recibir una respuesta satisfactoria más pronto
que tarde. Eso, sospecho, debe cambiar.
Si nos precipitamos,
impacientes, en la errónea creencia de haber hallado las respuestas que
buscábamos, los resultados serán insuficientes. Observemos, sin prisa, las
piezas integrantes del puzzle, y maduremos al correr del tiempo. La paciencia
es la madre de toda ciencia, incluida la filosofía que una persona se procura a
sí misma. Si no dedicamos tiempo a la observación y la reflexión, la evolución
no asiste. Sin tiempo ni paciencia sobre él, somos como la novia que, en vano,
espera por su amante, la conciencia.
El sujeto analítico y
transformador aparece representado en el patito feo,
que personifica a quienes apuestan por la evolución. Patos feos que rehúsan
aceptar la concepción que de la realidad se les ha entregado, y deciden
participar activamente en su propia búsqueda de respuestas; que otorguen algún
claro a sus penumbras y algo de satisfacción a sus frustraciones.
Porque las mentiras en que
hemos creído poseen muchas capas, no debemos caer en el engaño de creer que la
desprogramación que pretendemos, será tarea rápida y sencilla. Estamos, si se
me permite la analogía, en una larga carrera de fondo, y no en los cien metros
obstáculos. Lo fundamental es la actitud en el recorrido, y lo de menos la
meta. Para la evolución, sospecho, no hay metas que valgan; menos aún
inmediatas. Todo lo substancial se halla en el Camino de Baldosas Amarillas, en el trayecto hacia Ítaca. Y las
metas hacia donde nos proponemos ir, no son sino excusas para recorrer esos
senderos; siempre de la mano de la honesta conciencia.
Y con ella, meter las
narices hasta el tuétano de nuestra cotidianidad; para ir rompiendo, poco a
poco, con el absolutista poder exterior que densificaba nuestra mente.
Cuestionando la utilidad de esas autopistas virtuales que nos unen al exterior.
Observando con rigor el desproporcionado precio que pagamos de peaje.
Exponiendo la inconveniencia de esos desventajosos lazos. La conciencia nos
instará a ello, mediante el uso del espíritu crítico, uno de sus atributos, su
arma más letal.
Por ejemplo, no excluyendo
del análisis de la realidad aquellos elementos que el Sistema ha decidido no
excrutar abiertamente; caso de la inteligencia suprahumana, a la que
popularmente se conoce como inteligencia extraterrestre, y a la que en mis
reflexiones primeras llamé fenómeno alienígena. Entonces, expuse que el
alienígena quedaba fuera de la ecuación de la realidad que hemos asumido como
cierta. Y que su ausencia no era accidental, sino una –bien elaborada- estrategia
política de supervivencia, que le permite seguir en lo más alto de la pirámide
alimenticia. Desde allí se nutre sin ser percibido como la amenaza que es.
El fenómeno alienígena se
las sabe todas. Explota mejor que nadie nuestra ignorancia, mostrándonos lo que
necesitamos ver (para ser un ganado eficiente en sus funciones). El fenómeno es
la mano que mece la cuna; los zapatos que adviertes escondidos tras las
cortinas; el sobrehumano origen de nuestros mundanos comportamientos (ausentes
de conciencia), gracias a una elaborada telaraña (el Sistema de Control) que nos tiene presos.
El fenómeno alienígena juega
con maestría al despiste; su armario de disfraces es infinito. ¿Quiénes avivaron
idolatría, jerarquía y temor en el ser humano? Los entes inteligentes que
operan tras el fenómeno; que, según sea menester, se muestran como poderosos
dioses con los que practicar el trueque; como una dulce y llorona Virgen María;
enrrollado Cristo de sedosos cabellos; atentos conversadores de Ouija;
bondadosos hermanos galácticos; ángeles de colorines, o el próximo culto
ecoplatillista. Todo eso y mucho más, porque les merece la pena.
Todo es válido con tal de
evitar que el ganado, abandone el establo donde se le ha convencido que ha de
habitar como esclavo. Todo sea en pos de evitar que la liberadora llama de la
conciencia prenda en la mente del siervo. Así que hay que destruir todo atisbo
de ella: ni un ápice de conciencia en los filamentos que dan forma a la
telaraña del Sistema de Control,
donde reina el aventajado pupilo del maquiavélico alien, además de digno hijo
suyo: el psicópata.
Así, el psicópata acapara
los puestos clave en la administración de la granja. El psicópata, disfrazado,
pasa desapercibido en nuestras calles. Y trata de adentrarse en las vidas de la
buena gente, abduciéndola, subvirtiendo la realidad hasta construir una maqueta
piramidal –hecha a su medida- idéntica a la telaraña global. El psicópata de
apetito voraz, incapaz de crear algo, embustero y usurpador, maestro del
fingimiento y las lágrimas de cocodrilo, impera. Hábil, el monstruo con rostro
humano, logra instalar su lógica hueca e infecunda -y su devastador lenguaje-
sobre sus sometidos, hasta dejarlos exhaustos, sin vida, como zombies.
Y sonríe cuando lee estas
palabras, porque el monstruo con rostro humano no ignora -tampoco su álter ego-
que tiene una ventaja, que hasta ahora le saca de cualquier apuro: la gente sabe que no existen los psicópatas; así
como sabe que tampoco existen los
alienígenas o los unicornios. Sólo hay personas con pasado difícil (a las que
hay que dar amor incondicional para que, ojalá, cambien). En cuanto a los
aliens: es evidente que no hay nadie ahí afuera, sino en mis reflexiones.
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