viernes, 10 de agosto de 2018

Reflexión veraniega (2018)


Imaginemos por un momento que todos nosotros estamos encerrados en una gigantesca prisión. Si previamente y con detenimiento hemos observado el mundo que habitamos, el ejercicio que sugiero no exigiría demasiado esfuerzo. Esa prisión toma forma en el Sistema de Control, que comencé a describir en Reflexiones sobre el Fenómeno Alienígena.
Un Sistema que se materializa en prisiones más pequeñas, más cercanas, hasta llegar a la celda mental de cada individuo, donde los carceleros reciben instrucciones (la mayoría, sutiles y codificadas) de la autoridad externa. Esos carceleros no son sino procesos mentales, generalmente muy básicos, que no suelen discutirse, pues no hemos sido educados para ello, sino para todo lo contrario.

Se diría que los carceleros son los procedimientos que se llevan a cabo en la psique; encaminados a integrar al sujeto dentro de una sociedad cuyos oscuros cimientos y pasos, son aceptados por un consenso que no se ha expresado formalmente; es decir, se trata de un acuerdo tácito.
Una vez hemos llegado al firme convencimiento de que esto es así, de que el Sistema actúa hostilmente sobre la mayor parte de los seres humanos, sólo caben dos opciones a tener en cuenta.
Una. Conformarnos con lo recibido, y condicionar nuestra mente y forma de vivir para aceptar la ruta de servidumbre que otros han elaborado para nosotros.
Dos. Idear un proyecto personal que sea realizable, con la vista puesta en romper convencionalismos; para, con paciencia, tomar las riendas que nos permita emprender un consciente e interminable proceso de crecimiento y maduración. Me gusta llamar evolución a ese proceso que, sin lugar a dudas, nos tomará una vida entera realizar.
Lo primordial es hallar las diferencias entre lo que somos y el vehículo corpóreo en el que, como imágenes, nos movemos por el universo físico. Un vehículo, el cuerpo, más allá de la carne y los huesos, que porta una mente -en términos generales- simplona y reactiva en sus procesos.
Podría decirse que nuestra mente, en tanto que sigue y ejecuta los dictados que la cultura ambiental exige de ella, está densificada hasta el extremo de que la frontera entre nuestro vehículo y lo que somos en verdad, casi ha desaparecido. Plenamente, nos identificamos con nuestro cuerpo, con nuestra imagen; y, de ese modo, arrastramos una mente poco reflexiva (lo justo para cumplir con los preceptos de estas sociedades de esclavos autómatas), que tiene su punto de atracción en la mundana tierra; en vez de tenerlo en el espíritu crítico y el inconformismo que manan de la mismísima conciencia.
Al final, en medio del fango de la confusión, hemos olvidado la completa diferencia entre los conceptos vital y mundano, derrochando nuestro tiempo (el único patrimonio que poseemos) entre la esclava lucha de la supervivencia del más fuerte, y el sedante que sostiene dicha  aberración. Vacas sistemáticamente ordeñadas que salen de paseo al llegar el domingo.
Nadie, absolutamente nadie, moverá un solo dedo en pos de romper el analfabetismo espiritual que impera en mi mente. Es, por completo, una responsabilidad individual, una tarea personal en la que -por su propia naturaleza- nadie puede sustituirme. Lo contrario no sería justo. Lo contrario atenta contra la lógica que arbitra desde la conciencia. Lo contrario es el pan nuestro de cada día.
Nadie más que yo puede dedicar el tiempo y el esfuerzo necesarios, para que mi mente comprenda que la relación que mantiene con el entorno es disonante. Es decir, se trata de una relación sin armonía, sin sintonía. Y es mi cometido resolver ese conflicto; primero que nada, analizando el espacio que ocupo en la sociedad; el lugar que tengo en la vida de mis semejantes más cercanos, etc.
Hacerlo es mi sagrada responsabilidad. Hacerlo es lo que me exige esa actitud primordial que me identifica como humano: el hambre de conocimiento; la necesidad emocional e intelectual de hallar el equilibrio entre la cotidianidad y la evolución. La evolución pide paso y llama a sus hijas e hijos. En nuestra mano está hacer oídos sordos o escuchar con atención.
Mi cometido es establecer paz duradera en los valles de mi mente. Una paz natural, por leguas alejada de la pax romana, y de esa otra que viene después de amordazar la conciencia. Una paz que no es ni sedante ni narcótica. Una paz lúcida.
Para su realización, mi cometido se apoya sobre tres pilares: prudencia (con tiempo, sin precipitación); equilibrio entre lo intuitivo y lo racional; flexibilidad, para aceptar que, aunque con las yemas de los dedos llegara a rozar la esencia de la realidad, la realidad me sigue siendo desconocida. Debo aceptar que mis procesos de análisis son limitados. Y mis conclusiones, eventuales, siempre pendientes de ser perfiladas y pulidas mucho más.
En definitiva, el analfabetismo espiritual no se resuelve de forma mágica y ritual, sino a través de la búsqueda honesta del conocimiento. Un conocimiento a recuperar, que brota cuando se le reclama; cuando las imágenes dejan de ser meras figuras, y se convierten en continentes esenciales de una comunicación, el lenguaje arquetípico.
Todo ello, con mucha paciencia. Después de todo, nos educaron para no observar la realidad desde múltiples perspectivas, sino desde una visión única y limitada. Ergo, no es sencillo romper con los tabiques mentales que adoptamos y garantizan ciega lealtad al Sistema. No es sencillo, pero merece la pena. En esa tarea introspectiva (observación interna de los pensamientos, sentimientos o actos) y de observación externa, advertiremos cuáles son los condicionantes que limitaron nuestra percepción de la realidad.
Condicionantes que operan de manera sutil, instalándose en nuestro subconsciente durante largos años. Como cajas tóxicas que se almacenan en los sótanos de nuestra psique, sin filtro alguno que les ponga freno. Entrando como Pedro por su casa, con el beneplácito de una mente que no había sido edificada desde el cuestionamiento, sino la obediencia. Cuerpo y mente perezosas versus conciencia, en un juego limpio, sin dopajes. Honestidad es la palabra que mejor lo define.
Si buscásemos un referente en los cuentos arquetípicos, que nos muestre esas deficiencias nuestras, acudiríamos al Pinocho (1882) de Carlo Collodi; donde se narran las peripecias de una marioneta de madera que ansía convertirse en un niño de verdad. El conflicto del muñeco reside en que sus actuaciones contradicen a sus bondadosos sentimientos. Y que sus responsables promesas acaban en saco roto.
La narración nos acerca al conjunto de experiencias que Pinocho ha de vivir, orientado por el Hada de Cabellos Turquesa y el Grillo Parlante -que representan a la conciencia-, para superar la inmadurez y resolver la incoherencia entre lo que siente y lo que, finalmente, desoyendo a su conciencia, hace. Porque Pinocho, perezoso y cándido, toma elecciones equivocadas, nutriéndose del envenenado ejemplo de otros (que ganan algo con su perdición).
Lo vemos cuando el discernimiento es suprimido y sustituido por la obediencia. Y también en la admiración hacia roles públicos, sugerentes y atractivos, pero carentes de didáctico nutriente.
Mientras el interesado no se sumerja en los profundos océanos de su psique, y haga inventario y limpieza de lo que allí se ha acumulado, no se reactivará su conciencia, verdadero motor y árbitro de la operación. Cuando la tarea se pone en movimiento, la conciencia –con tiento pero con severidad- comienza a actuar como el propietario de un hogar del que ha estado ausente por años. Un hogar que, entretanto, había estado ocupado por unos extraños poco higiénicos que acumulaban basura involucionista.
No se debería excluir un factor imprescindible: el tiempo paciente. Nuestros antiguos procesos mentales estaban sujetos a la tiranía del tiempo. Así, hablamos de procesos mentales cortoplacistas, elaborados para recibir una respuesta satisfactoria más pronto que tarde. Eso, sospecho, debe cambiar.
Si nos precipitamos, impacientes, en la errónea creencia de haber hallado las respuestas que buscábamos, los resultados serán insuficientes. Observemos, sin prisa, las piezas integrantes del puzzle, y maduremos al correr del tiempo. La paciencia es la madre de toda ciencia, incluida la filosofía que una persona se procura a sí misma. Si no dedicamos tiempo a la observación y la reflexión, la evolución no asiste. Sin tiempo ni paciencia sobre él, somos como la novia que, en vano, espera por su amante, la conciencia.
El sujeto analítico y transformador aparece representado en el patito feo, que personifica a quienes apuestan por la evolución. Patos feos que rehúsan aceptar la concepción que de la realidad se les ha entregado, y deciden participar activamente en su propia búsqueda de respuestas; que otorguen algún claro a sus penumbras y algo de satisfacción a sus frustraciones.
Porque las mentiras en que hemos creído poseen muchas capas, no debemos caer en el engaño de creer que la desprogramación que pretendemos, será tarea rápida y sencilla. Estamos, si se me permite la analogía, en una larga carrera de fondo, y no en los cien metros obstáculos. Lo fundamental es la actitud en el recorrido, y lo de menos la meta. Para la evolución, sospecho, no hay metas que valgan; menos aún inmediatas. Todo lo substancial se halla en el Camino de Baldosas Amarillas, en el trayecto hacia Ítaca. Y las metas hacia donde nos proponemos ir, no son sino excusas para recorrer esos senderos; siempre de la mano de la honesta conciencia.
Y con ella, meter las narices hasta el tuétano de nuestra cotidianidad; para ir rompiendo, poco a poco, con el absolutista poder exterior que densificaba nuestra mente. Cuestionando la utilidad de esas autopistas virtuales que nos unen al exterior. Observando con rigor el desproporcionado precio que pagamos de peaje. Exponiendo la inconveniencia de esos desventajosos lazos. La conciencia nos instará a ello, mediante el uso del espíritu crítico, uno de sus atributos, su arma más letal.
Por ejemplo, no excluyendo del análisis de la realidad aquellos elementos que el Sistema ha decidido no excrutar abiertamente; caso de la inteligencia suprahumana, a la que popularmente se conoce como inteligencia extraterrestre, y a la que en mis reflexiones primeras llamé fenómeno alienígena. Entonces, expuse que el alienígena quedaba fuera de la ecuación de la realidad que hemos asumido como cierta. Y que su ausencia no era accidental, sino una –bien elaborada- estrategia política de supervivencia, que le permite seguir en lo más alto de la pirámide alimenticia. Desde allí se nutre sin ser percibido como la amenaza que es.
El fenómeno alienígena se las sabe todas. Explota mejor que nadie nuestra ignorancia, mostrándonos lo que necesitamos ver (para ser un ganado eficiente en sus funciones). El fenómeno es la mano que mece la cuna; los zapatos que adviertes escondidos tras las cortinas; el sobrehumano origen de nuestros mundanos comportamientos (ausentes de conciencia), gracias a una elaborada telaraña (el Sistema de Control) que nos tiene presos.
El fenómeno alienígena juega con maestría al despiste; su armario de disfraces es infinito. ¿Quiénes avivaron idolatría, jerarquía y temor en el ser humano? Los entes inteligentes que operan tras el fenómeno; que, según sea menester, se muestran como poderosos dioses con los que practicar el trueque; como una dulce y llorona Virgen María; enrrollado Cristo de sedosos cabellos; atentos conversadores de Ouija; bondadosos hermanos galácticos; ángeles de colorines, o el próximo culto ecoplatillista. Todo eso y mucho más, porque les merece la pena.
Todo es válido con tal de evitar que el ganado, abandone el establo donde se le ha convencido que ha de habitar como esclavo. Todo sea en pos de evitar que la liberadora llama de la conciencia prenda en la mente del siervo. Así que hay que destruir todo atisbo de ella: ni un ápice de conciencia en los filamentos que dan forma a la telaraña del Sistema de Control, donde reina el aventajado pupilo del maquiavélico alien, además de digno hijo suyo: el psicópata.
Así, el psicópata acapara los puestos clave en la administración de la granja. El psicópata, disfrazado, pasa desapercibido en nuestras calles. Y trata de adentrarse en las vidas de la buena gente, abduciéndola, subvirtiendo la realidad hasta construir una maqueta piramidal –hecha a su medida- idéntica a la telaraña global. El psicópata de apetito voraz, incapaz de crear algo, embustero y usurpador, maestro del fingimiento y las lágrimas de cocodrilo, impera. Hábil, el monstruo con rostro humano, logra instalar su lógica hueca e infecunda -y su devastador lenguaje- sobre sus sometidos, hasta dejarlos exhaustos, sin vida, como zombies.
Y sonríe cuando lee estas palabras, porque el monstruo con rostro humano no ignora -tampoco su álter ego- que tiene una ventaja, que hasta ahora le saca de cualquier apuro: la gente sabe que no existen los psicópatas; así como sabe que tampoco existen los alienígenas o los unicornios. Sólo hay personas con pasado difícil (a las que hay que dar amor incondicional para que, ojalá, cambien). En cuanto a los aliens: es evidente que no hay nadie ahí afuera, sino en mis reflexiones.


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